Editorial EL UNIVERSAL
La democracia mexicana está en riesgo. Cada vez son más zonas del país donde se extinguen las libertades de prensa y expresión, por obra de manos criminales que con brutalidad pretenden acallar a los comunicadores. Ante los amagos de los delincuentes, ciudades enteras están dejando de recibir información clara y veraz. Y en ese panorama: ni un detenido, ni un sentenciado. Impunidad pura. Hay un cerco a la prensa libre. Las armas están pudiendo más que las plumas.
Ya es un lugar común afirmar, pese a la pertinencia de hacerlo siempre, que México se ha convertido en el país más peligroso del continente y uno de los más riesgosos del mundo para ejercer el periodismo. Incluso ayer, el subsecretario de Estado de Estados Unidos, William Burns, dijo que su gobierno está “muy preocupado” por los actos de violencia e intimidación contra los periodistas en México.
La tarde del domingo fueron atacadas instalaciones del periódico El Norte, de Monterrey, el tercer atentado de ese tipo a ese medio de comunicación en tan solo 19 días. Estos ataques se suman a los perpetrados contra televisoras y diarios de Nuevo León, Tamaulipas, Baja California, Sinaloa, Sonora, Michoacán y Veracruz, por mencionar los más recientes.
Es un hecho la promulgación de la Ley de Protección para Personas Defensoras de los Derechos Humanos y Periodistas, así como la inminente puesta en marcha del mecanismo para implementar esa protección. También que el propio presidente Calderón ha reconocido que es indignante ver cómo en algunas regiones del país, los comunicadores y activistas están expuestos a agresiones y abusos.
Sin embargo, el tiempo pasa y más allá de “enérgicas condenas” y laberintos burocráticos que postergan la aplicación de la ley, lo que se necesitan son hechos. No parece haber protocolos oficiales para defender la integridad de periodistas y empresas de comunicación. Los medios hacen esfuerzos autogestivos importantes para defenderse, pero mantener limpia la seguridad pública es una obligación del Estado mexicano, a la que no debe renunciar, como ya lo está haciendo en los hechos.