MEDIOS IMPRESOS, DIGITALES, RADIO Y TV

miércoles, 29 de febrero de 2012

MAQUINARIA CORRUPTORA Víctor Roura




 La idea de que Guty Cárdenas había sido asesinado en La Ópera y que incluso dicho bar de la Ciudad de México todavía mostraba en su interior las huellas de aquella tragedia no pudo haber provenido sino de una cabeza mitómana como la de, gulp, Sealtiel Alatriste. La aseveración la hizo el domingo 4 de abril de hace ya 13 años en un artículo desplegado con nutrida generosidad por el diario Reforma. Alatriste era, entonces, el gerente mexicano de la empresa española Prisa que no sólo edita el influyente rotativo (en Europa) tamaño tabla El País sino también libros mediante la abarcadora Santillana. Era, pues, Alatriste un poderoso editor, que cobraba como si fuera él mismo español radicado en México, aunque cometiera yerros tan espantosos como el citado. Que yo sepa, Reforma no disminuyó su sueldo por aquel dislate, ni lo suspendió una semana, ni lo amonestó siquiera. Ya estaba publicando otra lindura la semana siguiente, como si no hubiera sucedido nada.


Yo hice notar, para su desgracia —pero sobre todo para la mía, como se verá más adelante—, ese lastimoso desliz. En ese 1999 sencillamente consulté el libro de don Salvador Morales, intitulado Auge y ocaso de la música mexicana (Contenido, 1975), donde apunta que el 5 de abril de 1932 Guty Cárdenas “salió precisamente de la XEW al terminar el programa y se dirigió al Salón Bach, un famoso bar de la avenida Madero”, en el cual encontraría la muerte abatido por el español Ángel Peláez Villa, poco después de que el joven compositor yucateco (nacido en 1905) disparara con su pistola tres tiros a dos sujetos que momentos antes lo habían provocado (uno de ellos hermano de su asesino). Salón Bach, no La Ópera, si bien ambos, ciertamente, tienen alguna correspondencia sentimental en los apelativos (los balazos en La Ópera, por cierto, son las huellas de la presencia de Villa en esa cantina). Pero no son la misma cosa. No puedo decir que Bob Dylan vino a México por primera vez el 1 de marzo de 1991 ofreciendo un concierto en, digamos, el Auditorio Nacional porque en realidad lo hizo en el Palacio de los Deportes, donde nadie pudo haberlo escuchado con fidelidad. Alguien seguramente me espetaría que me dejara de mariconadas: “¡La cuestión es que vino, donde haya sido!” Y allí justo es donde discordaremos siempre. Porque para eso hay un cuándo, un cómo, un dónde, un porqué. Murió Guty Cárdenas, ese fino compositor yucateco, en el Salón Bach. No en La Ópera. Recuerdo que cuando comenté el yerro de Alatriste sumé, de paso, otro al anecdotario literario, tomado de un libro precisamente avalado por Alatriste en su Alfaguara en ese mismo 1999: Los años con Laura Díaz, de Carlos Fuentes, quien escribe que Juan Francisco López Greene, el que sería el marido precisamente de Laura Díaz (casados en un juzgado de Xalapa el 12 de mayo de 1920), “era poderoso, era torpe, era delicado, era distinto” y era amigo, además, de Xavier Icaza a quien, dice Fuentes, por escribir “poesía vanguardista y relatos picarescos” lo llamaban “futurista, estridentista, dadaísta, nombres que nadie había oído mentar en Veracruz”.


Pues es probable, sí —¿debido al regionalismo aculturizado de Veracruz?—, que nadie (¡nadie!) en el puerto hubiese oído hablar en 1920 del dadaísmo, corriente instalada de manera oficial en 1917 con la aparición de la revista Dadá que dirigía Tzara, ni del futurismo, que surgió en 1909, pero lo que sí era seguro es que nadie (¡ahí sí nadie!) había oído mencionar la palabra “estridentista” porque el movimiento se institucionalizó, éste sí en México, un año después —en diciembre de 1921— de la fecha en que data Fuentes su capítulo histórico. Fui el único que en su momento hizo notar aquellos curiosos yerros, lo que me hizo ganar, por un lado, la antipatía de Sealtiel Alatriste y mi exclusión de las actividades culturales en la UNAM y, por otro, la confirmación del desprecio hacia mi persona de Fuentes, que desde entonces, democrático como es, niega cualquier tipo de conversación con los representantes de esta sección cultural. Recuerdo incluso que el magnífico poeta José Emilio Pacheco salió en defensa del cortejado novelista aduciendo que el literato está en su derecho de reinventar la historia si con ello ajusta su propia ficción. Y es difícil, cómo no, refutar a Pacheco.


Pero, casi tres lustros después de aquel mínimo desfiguro, y estando todavía anclado en los vastos poderes de la intelectualidad mexicana, Sealtiel Alatriste, acaso en el segundo caso trágico del acontecer cultural de los tiempos modernos (sin duda el primero fue la estrepitosa caída de Víctor Flores Olea, zancadilleado por Octavio Paz, ofendido por una actitud de su examigo quien, distraído como era Flores Olea, había apoyado —indebidamente— al grupo contrario a los poderes del poeta recién galardonado con el Nobel), es derrumbado, Alatriste, de una manera vergonzosa —prácticamente toda una secta volcada contra él con saña, perspicacia, furia, socarronería—, delatado por toda una camarilla que no era obviamente la suya, sino del bando de Enrique Krauze, que esta vez no dejó pasar la oportunidad para no sólo exhibir la frágil escritura del funcionario de la UNAM: también lo tildaría, con todas las pruebas en la mano, de plagiario. Y, en efecto, no hay nada más humillante para un escritor, o que se precie de serlo, que ser considerado un estafador de las letras. ¿Qué dirá el mismísimo Arturo Pérez-Reverte quien bautizó a su capitán ficticio con el apellido de su querido amigo editor Sealtiel? Guadalupe Loaeza, que ha sido atrapada también en varios plagios, dijo que defendía a su adorado amigo Sealtiel: “Quien no ha copiado, que tire la primera piedra”, o algo así escribió con premura en un involuntario autoacusatorio tuit. Guillermo Sheridan, uno de los descubridores de los plagios de Alatriste, ya también había pescado a José María Pérez Gay refritearse algo de Wikipedia y firmarlo como suyo.

Sí, hay tanto plagio alrededor de la creación que luego nadie puede percatarse de ello. Una vez el pintor colombiano Fernando Botero vino a México, pero no a la capital. Entonces recurrí a alguien que vivía en Monterrey para que me hiciera la nota. No sólo logré eso: me envió un texto que a mí me pareció bien trabajado. Le di la portada y felicité a su autor. Una semana después recibí una carta oficial del diario Reforma en la cual me instaba a aclarar en público la “reproducción” que mi colaborador hacía de su nota publicada en su diario regiomontano El Norte. Me angustié. Porque cotejando ambas notas tuve que concluir que eran efectivamente casi idénticas. Antes de aclarar el estropicio consulté con el que me había remitido la información, quien juró que no la había copiado de ningún periódico. Y confesó, por fin: la nota la había escrito a partir de los boletines de prensa que los organizadores de la visita de Botero elaboraron para que nadie molestara al excelso pintor. Así se lo hice ver al departamento jurídico del diario Reforma, que, eliminando la parte de los boletines, insistía en el resto de la información. Era un plagio. Y yo tenía que aclararlo. Insistí con mi colaborador. Volvió a confesar: aparte de los boletines había recurrido, ¡Dios me valga!, a la Wikipedia... ¡lo mismo que había hecho el “original” reportero de El Norte! Cuando las cosas fueron demasiado visibles, Reforma comprendió que sus reportajes no eran tan suyos como su directiva creía e hizo a un lado el asunto. No sé qué sucedió con su reportero. Con el mío, jamás volví a publicarle una sola nota.

También hace ya varios años, gracias a la pesquisa accidental que hizo Juan José Flores Nava (revisando material extranjero para su tesis universitaria), pude darme cuenta de que un poeta asiduo a colaborar en estas páginas se fusilaba —prácticamente con las mismas palabras— las entrevistas que me decía que él personalmente realizaba fuera del país, sobre todo en España. Cuando quise aclarar la situación, en principio me escuchó con suma atención; pero después se negó a contestar por cualquier medio, y dejó de visitarnos en cuanto le dije que me ayudara a resolver la demanda que un diario español estaba a punto de ponernos por un plagio con su firma. No he vuelto a saber más de él, aunque sigue publicando libros y me los continúa enviando.

Sin embargo, lo más grave de todo esto son, me parece, las fobias que permean con implícita volubilidad a toda esta parafernalia cultural, siempre anclada y amparada en los grandiosos poderes que puede o no otorgar la cúpula intelectual, aferrada a su estrecho círculo de amistades: un bando localizado de escritores denunció e hizo caer a Alatriste, ¡pero calló todo un sexenio ante una prestanombres autoral como lo fue Sari Bermúdez!; Sealtiel devolvió el Premio Villaurrutia, ¿pero alguien denunció que el Premio Anagrama de Ensayo que le regalara Jorge Herralde a Carlos Monsiváis se lo entregó por un libro que no era inédito sino ya lo había publicado en México el ISSSTE?; ¿quién habla de los desprestigiados premios literarios que se otorgan ya de manera descarada a los amigos, que los ganan una y otra vez en círculos perennes? Un amigo que conoce a la mujer de uno de estos literatos que suma ya una decena de premios me dijo que hace dos años le comentaba la dama, encantadora, que pronto su marido se llevaría ahora sí un premio gordo con un libro... ¡que apenas estaba terminando! Y así fue: medio año después le dieron más de un millón de pesos por algo que ya finalizaría de corregir en las galeras. Igual sucede con Volpi, que es de su mismo equipo. Premian a uno y luego todos son premiados (gracias a la astucia cosmopolita de su agencia literaria, finalmente). Cuando Volpi dirigió Canal 22 todos sus amigos tuvieron de pronto su propio interesantísimo programa.
El problema de la cultura mexicana, como el de su política, es su indestructible maquinaria corruptora.

Juan Miguel de Mora lo escribió lúcidamente ayer en estas páginas: “Hay una extraña característica (¿o enfermedad?) entre los poetas y escritores de todo el mundo, pero más aguda en México que en otras partes: la tendencia al amiguismo, a poner las simpatías personales por encima de cualquier otra consideración, incluso la calidad literaria y el valor de un texto”. Alatriste siempre había funcionado así: amigueramente. “Claro que si alguien no era de su grupo o recomendado por alguna persona influyente o si era del desagrado de alguna de las ‘figuras’ del grupo —dice De Mora—, sus manuscritos envejecerían en las bodegas de Santillana sin que nadie los leyese, porque así es la vida en esos círculos. Así, pues, el amable y servicial Sealtiel Alatriste nunca se salió de los hábitos y costumbres de los círculos, cenáculos, camarillas y anexos que siempre hubo aquí, instaurados en el siglo XX por personalidades que, para sentirse bien, necesitaban incienso, como (por no decir más nombres) Fernando Benítez (qepd) y Carlos Fuentes”. Y concluye son una certeza mortal: “Los escritores auténticos que han denunciado el plagio y el premio deben reflexionar que estas cosas son parte de una corrupción latente de la que quizás algunos de ellos son parte”.

¡Ah, los queridos amigos...!

Por eso todos juegan el juego establecido celebrando las jugadas maestras a discreción, aunque algunas veces —¡ni modo, si juegas tienes que saber que alguna vez puedes perder!— determinados jugadores tengan que caer, o ser enviados, al precipicio. De vez en cuando es bueno lavar la ropa sucia en público, así la gente puede creer que la casa se mantiene entonces, ¡ah!, fuera de impurezas...

Todo cae pronto en el olvido

La estruendosa caída de Sealtiel Alatriste lleva aparejado, por supuesto, otro no menor escándalo: la bullanguera complicidad establecida en las cortes copulares desde mediados del siglo XX, en que comienza a construirse el rompecabezas de la intelectualidad nacional en manos de una docena de personalidades, que sitia su reinado calificando y desclasificando lo que, a su modo, debe ser la cultura mexicana. Esta misma especie consiguió por fin a fines de 1988, tras varios años de apego institucional, su propia rectoría, donde desde la cual se reparte el dinero que el gobierno en turno tenga a bien otorgarle. Por eso las becas, los premios, las publicaciones o los montos de cualquier tipo van a caer en los personajes que están ceñidos al cuerpo oficializado, o que pronto se asirán a él. La caída de Alatriste —que publica todo lo que escribe en las grandes editoriales, que lo que publica no pasa por ninguna revisión ni tiene que esperar la decisión de dictaminadores, que bendecía a autores amigos y eliminaba a quienes no coincidían con sus ideas, que participaba en cuanta mesa redonda se instalaba, que viajaba por el mundo a expensas del erario, que conversaba por lo mismo con eminencias literarias de otros mundos— debiera ser motivo de alarma para la comunidad cultural. Debiera. Pero este asunto, naturalmente, está a punto de ser olvidado en las páginas de nuestra historia cultural, tal como hoy está olvidada la expulsión de Víctor Flores Olea de la presidencia del Conaculta por un mezquino capricho de Octavio Paz, tal como ya nadie recuerda que durante todo un sexenio presidió la cultura nacional una prestanombres, tal como se ha olvidado que los primeros becarios en el salinato fueron los propios jueces que se becaron a sí mismos, tal como se ha olvidado que en un año y en un solo certamen Ignacio Padilla se llevó prácticamente la mitad de los premios nacionales de literatura para compensarlo por su renuncia obligada a la dirección de la Biblioteca Vasconcelos, tal como ha quedado en el olvido la entronización de la Mafia de Benítez a su propio grupo cultural para abastecerse a sí mismo de las canonjías y prebendas culturales, tal como se va olvidando de a poco el denodado trabajo de la prensa cultural independiente para sólo ser resaltado el ejercicio de la prensa orgánica. La caída de Alatriste contempla otros gravísimos problemas, que por el momento nadie, o casi nadie, quiere detenerse a contemplar.