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jueves, 15 de noviembre de 2018

ENTRESEMANA Seguridad nacional MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN

MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN

Cuando las Fuerzas Armadas fueron incorporadas a tareas de combate al narcotráfico y al crimen organizado, el riesgo planteado fue que la corrupción abrazaría a los mandos medios y superiores del Ejército y de la Armada; por descartado se dio a la Policía Federal, porque de hecho cargaba desde la década de los 80 del siglo pasado esa acusación de haber sido infiltrada por los capos de la droga.
Por supuesto, desde finales de la década de los años 30 hubo militares corrompidos, asociados con el tráfico de drogas que aún no trascendía a los grandes cárteles que se dividieron al país en regiones y rutas de trasiego que llevaban al principal mercado de drogas: Estados Unidos.
Cuando, por ejemplo, una enorme plantación de mariguana fue descubierta en el rancho El Búfalo, ubicado en el municipio de Allende, al sur del estado de Chihuahua, propiedad de Rafael Caro Quintero, sólo se sorprendieron los que cándidamente pensaban que eso sólo ocurría en otras partes del mundo.
Y es que, aunque al rancho le dieron el nombre de la colonia El Búfalo, el hecho es que era de suyo evidente que algo raro pasaba ahí, porque diariamente se consumía una toneladas de tortillas y, en Ciudad Jiménez, los pobladores debían hacer las compras de alimentos muy temprano, antes de que llegaran camiones para comprar todo, hasta medicamentos.
En efecto, más de tres mil hombres trabajaban en ese enorme plantío de mariguana y, por ende, necesitaban alimentos de forma tal que la economía de la localidad prosperó y nadie se atrevía a denunciar lo que ahí pasaba, el dinero corría sin freno, productores de tortillas, carniceros, vendedores de abarrotes, en fin, había jauja y todo porque Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo tenían bajo control esa zona.
¿Y la vigilancia militar? De la vista gorda; la corrupción permeaba en estratos locales y regionales de las Fuerzas Armadas y nadie se atrevía a acusar a un militar de estar involucrado con el narcotráfico. Las historias corrían y se quedaban en eso: en historias.
Conocí a un militar que, encargado de la zona que comprendía a Aguilillas, en el estado de Michoacán, a finales de la década referida decidió darse de baja del Ejército mexicano porque su familia estaba en riesgo de muerte. Y es que este hombre, egresado del H. Colegio Militar, se negó a hacerse de la vista gorda en el trasiego de droga en aquella región michoacana y, a cambio, recibir una renta mensual.
De la invitación a colaborar con los jefes de la plaza, los personeros pasaron a la abierta amenaza de muerte y luego balacearon la casa de este militar, sin pérdida de vidas pero el siguiente escalón entrañaba eso: la muerta de su familia.
Este militar denunció los hechos ante las autoridades locales y luego a sus superiores en la Secretaría de la Defensa Nacional. La respuesta fue el silencio cómplice en el primer caso y, en el segundo la reiterada orden de mantenerse en el sitio al que había asignado, cumplir órdenes bajo el riesgo de ser procesado y encarcelado, con la degradación que ello implica.
Este militar sabía que echaría por la borda su carrera, iba rumbo al ascenso pero su prioridad fue su familia y se dio de baja del Ejército.
Años después fue ejecutado en Chihuahua, un día posterior a haber hecho un plantón frente a palacio de gobierno en demanda de audiencia al entonces gobernador César Horacio Duarte Jáquez. El mandatario estatal se negó a recibirlo y escuchar de primera voz la verdad de ese escándalo en el que el militar había sido involucrado para tirarlo de la dirección del penal de mediana seguridad del estado.
El crimen organizado urgía el control de esa penitenciaría, en sociedad con autoridades estatales. El militar –porque haberse dado de baja no le quitó la carrera—dijo que lavaría su nombre y confió en las autoridades que nada hicieron ni siquiera por investigar su ejecución y detener a los responsables.
La platico esta historia porque es ilustrativa de lo que ocurre en las Fuerzas Armadas que, al final, sucumbieron frente a la galopante corrupción que ha frenado a la batalla declarada como guerra por Felipe Calderón Hinojosa al crimen organizado.
Y, mire usted, no se trata de hacer el caldo gordo a quienes se desgarran las vestimentas y acusan complicidad de soldados y marinos en temas de seguridad pública, de encubrimiento y complicidad en el trasiego de drogas, en hacerse de la vista gorda frente al actuar del crimen organizado que secuestra, ejecuta, vende piso y, en fin, de ese poder fáctico que ha sido el pretexto de la que hasta hace poco fue oposición política y ofreció devolver a los cuarteles a los militares.
Y que la Suprema Corte de Justicia de la Nación declare inconstitucional a la Ley de Seguridad Interior, se significará como un espacio para que el nuevo gobierno, el nuevo Presidente de la República demuestre que tiene voluntad política de atender fríamente a este gravísimo problema que ha dejado un reguero de miles de muertos en los últimos doce años.
Por eso, Andrés Manuel López Obrador tiene la oportunidad dorada de explicar por qué reculó en esa oferta –como en otras que se han sumado al rosario de la decepción—de sacar a los militares de las calles en tareas de policías.
Y es que, este Plan Nacional de Paz y Seguridad presentado ayer, incluye la creación de una Guardia Nacional integrada por elementos militares, navales y federales, además de la posibilidad de la “amnistía condicionada”. Con la seguridad nacional no se juega, basta de rollos Andrés Manuel. Digo.

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