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viernes, 22 de febrero de 2013

EL PAPA RENUNCIA PARA LIMPIAR EL VATICANO

El Papa preside una audiencia en San Pedro mientras dos obispos conversan a su espalda. /ALESSANDRA BENEDETTI
Benedicto XVI abandona ante su incapacidad para seguir luchando contra los ‘cuervos’
El Pontífice desea dejar paso a un sucesor con fuerza para cortar los escándalo
Benedicto XVI renuncia agotado por las intrigas y la edad
El Vaticano asegura que el Papa no renuncia por enfermedad

Unas semanas después de regresar de su viaje a Cuba y México, en marzo de 2012, durante sus vacaciones en Castel Gandolfo, Joseph Ratzinger se asomó a un pozo muy oscuro que solo sus ojos estaban autorizados a ver. Un informe, elaborado por tres cardenales octogenarios, sobre la masiva fuga de documentos secretos que sacudió al Vaticano y que solo cesó tras la detención de Paolo Gabriele, el ayudante de cámara de Benedicto XVI. No se trataba de una componenda para cerrar el caso, sino de una investigación, llena de nombres y datos, sobre los protagonistas de las guerras de poder que desde hace años se vienen sucediendo en el Vaticano y de las que el llamado caso Vatileaks no era más que su escandalosa consecuencia.

Al cerrar el informe, Joseph Ratzinger ya tenía todos los datos. A los ángeles caídos se les puede combatir con la oración y el buen ejemplo, pero contra los príncipes de la Iglesia es más aconsejable una espada de acero templado y un brazo capaz de empuñarla. Y él ya no tenía fuerzas. Dicen que fue por aquella época cuando Benedicto XVI —un hombre tímido, incapaz de la confrontación directa, pero profundo conocedor de las intrigas vaticanas— decidió marcharse.

En la mañana de ayer, los quioscos de Roma dejaban claro que, además de la sorpresa, la prensa italiana e internacional resaltaba la coherencia de la decisión de Benedicto XVI. Su sinceridad al reconocer su cansancio, pedir perdón y marcharse. En una cafetería del Borgo Pío, el barrio de calles estrechas contiguo al Vaticano, un diplomático acreditado ante la Santa Sede pone la atención sobre un aspecto que no deja de ser llamativo: "Si se fija, prácticamente todos los diarios, cada uno con su estilo, dibujan al Papa como una víctima de las luchas de poder el Vaticano. Hace unos meses, o incluso unos años, quienes abordaban el asunto del desgobierno en la Iglesia lo hacían culpando a Ratzinger, a su falta de carácter, a su equivocada manera de elegir a los colaboradores. Está feo utilizar esta palabra refiriéndose a un papa, pero se podría decir que, con su renuncia, Joseph Ratzinger ha ejecutado la venganza perfecta. Él se va, pero con él caen todos los que le amargaron el papado e hicieron ingobernable el Vaticano".

Media hora después, en la sede romana de una congregación religiosa con fuerte arraigo en España, un prelado sonríe con la interpretación: "Es algo malvada, propia de un no creyente, inadecuada en un momento que lo único que hay que hacer es acompañar al Santo Padre que se va y prepararnos para recibir al Santo Padre que será elegido dentro de unos días, pero debo decirte que no se aleja de la realidad". Una realidad que, por su propio carácter, solo conoce Joseph Ratzinger y, tal vez, su único hombre de confianza, su secretario personal desde 2003, monseñor Georg Gänswein. La decisión de Benedicto XVI —que quiso dejar muy claro que no era la enfermedad la que lo empujaba a la renuncia, sino su falta de vigor espiritual para seguir manejando la barca de Pedro— puede conducir también al desmontaje de un organigrama de poder cada vez más alejado de las necesidades de los católicos, pero que sigue satisfaciendo la voracidad de la Curia.

Cardenales enfrentados entre sí, instituciones religiosas en pugna por obtener privilegios, un secretario de Estado, Tarcisio Bertone, que hace mucho tiempo perdió la confianza de un Papa que, para evitar la piedra de escándalo de la sustitución, decidió sustituirse a sí mismo.

Por otra parte, el novelesco asunto de los cuervos —los topos, los traidores— dejó en un segundo plano otro suceso de mucha más importancia para entender que el Vaticano sigue siendo un Estado más oscuro que cualquier otro. En septiembre de 2009, Ratzinger nombró al financiero Ettore Gotti Tedeschi, próximo al Opus Dei y representante del Banco de Santander en Italia desde 1992, presidente del Instituto para las Obras de Religión (IOR), la banca del Vaticano. Según se dijo entonces, el nombramiento suponía un golpe de autoridad de Benedicto XVI, el último intento de poner en orden las finanzas de la Santa Sede, arrojar luz a lo que por definición nunca la tuvo. No hay más que recordar al cardenal estadounidense Paul Marcinkus y el escándalo del banco de Dios en los años setenta y ochenta, cuyo colofón fueron los asesinatos de Roberto Calvi, responsable de la quiebra del Banco Ambrosiano, y del banquero mafioso Michele Sindona, pertenecientes ambos a la logia masónica P2. Aquel septiembre de 2009, Gotti Tedeschi llegó al banco del Vaticano con la intención de limpiarlo, pero antes de que se cumplieran tres años se dio cuenta de que aquel trabajo era, efectivamente, muy peligroso.

Tanto que, en la primavera de 2012, Gotti Tedeschi redactó un informe secreto de todo lo que había visto en los últimos meses. Fue descubriendo que, tras algunas cuentas cifradas, se escondía dinero sucio de "políticos, intermediarios, constructores y altos funcionarios del Estado". Pero no solo. Como sostiene la fiscalía de Trapani (Sicilia), también Matteo Messina Denaro, el nuevo jefe de jefes de la Cosa Nostra, tendría su fortuna puesta a buen recaudo en el IOR a través de hombres de paja. Dicen que fue entonces cuando Gotti Tedeschi, quien se había tomado el encargo del Papa como una auténtica misión,empezó a tener miedo. Un miedo que lo llevó a procurarse una escolta y a elaborar, folio a folio, un expediente que solo vería la luz si era asesinado. Un miedo que se acrecentó cuando, coincidiendo con la detención de Paolo Gabriele por la difusión de documentos secretos, Gotti Tedeschi fue destituido al frente del banco del Vaticano. La operación de derribo al amigo del Papa, llevada a cabo por los consejeros del banco y bajo el respaldo del secretario de Estado, monseñor Bertone, incluía un "documento durísimo, que lo demolía moral y profesionalmente al dar a entender que estaba involucrado en la fuga de documentos robados al Papa", según explicó entonces Andrea Tornielli, un periodista experto en asuntos del Vaticano. No se trataba, por tanto, de deshacerse del amigo de Benedicto XVI. Se trataba de destruirlo. De ahí que cuando, por otros motivos, agentes de los Carabinieri se presentaron para practicar un registro en casa de Gotti Tedeschi, el financiero, ya despedido, se llevó un susto de muerte. "Ah, sois policías", les dijo aliviado, "creí que veníais a pegarme un tiro".

Los dos escándalos, el del mayordomo infiel y el del banquero despedido, se cerraron en falso. Paoletto recibió una condena simbólica y luego fue indultado, pero en el juicio quedó claro que se trataba de un apaño. Los silencios fueron más elocuentes que las palabras. También Gotti Tedeschi aceptó su despido en silencio, "por amor al Papa", y cuando los fiscales y los periodistas italianos intentaron indagar en el contenido del informe secreto del banquero, una nota del Vaticano los mandó callar. Y callaron, en un país donde los sumarios se airean en tiempo real. Paoletto y Gotti Tedeschi solo son los personajes pintorescos de una historia mucho más cruda, más oscura, la que vio el Papa en Castel Ganfolfo cuando se asomó a la investigación de los cardenales octogenarios.

Ese es también el Vaticano que abandona Ratzinger. Una estructura de poder tan anticuada, tan protegida de los cientos de millones de verdaderos católicos por altísimos muros de soberbia, que se ha mostrado incapaz durante décadas de escuchar, por ejemplo, el clamor contra la pederastia, el llanto de las víctimas, la protección infame de los culpables. El sucesor de Benedicto XVI ya sabe que para dirigir la barca de Pedro no solo son necesarias "la oración y las buenas palabras", sino también, o sobre todo, "el vigor tanto del cuerpo como del espíritu". La dimisión de Ratzinger no se puede interpretar por tanto como un acto de rendición. Sino como la única posibilidad de gritar de un hombre que jamás levantó la voz.