En uno de sus bellos poemas amorosos Jaime Sabines dijo algo que, hoy, cuando comienzo a escribir estas líneas para explicarme y explicar la sucesión que viene, me repito: “Yo no lo sé de cierto. Lo supongo”.
Supongo, pues, que todo comenzó en 1993 cuando Carlos Salinas de Gortari rompió las reglas no escritas del sistema político mexicano, dictadas en 1929 por Plutarco Elías Calles, las cuales le dieron estabilidad al país por más de 50 años. Pero en vez de continuar la tradición de alternarse el poder entre los grupos dentro del PRI, como no pudo cambiar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para reelegirse como presidente, Salinas buscó la reelección al finalizar la presidencia de su incondicional Luis Donaldo Colosio.
Supongo también que los grupos dentro del propio PRI tampoco lo permitieron y dos ocasiones le desecharon la posibilidad en 1991 y 1992. Había que continuar la tradición para que no se volviera a desatar el “México bronco”. El poder debía continuar dentro del mismo grupo, pero en diferentes manos, dándole a todos la oportunidad de servirse con la cuchara grande.
Así fue, supongo, la concertación entre los jefes de los grupos. Debían continuar con el esquema tradicional de repartición del poder y las riquezas del país y se hicieron las adecuaciones necesarias, incluso dentro de la Constitución, para caminar en ese sentido, con un ingrediente más: cumplir con los mandatos de la Comunidad Económica Europea, que exigía a México la cláusula de gobernabilidad o bono democrático para entablar relaciones comerciales a través de un Tratado de Libre Comercio.
Así pues, supongo, lo hicieron los grupos encabezados en ese momento por Carlos Hank González, Luis Echeverría Álvarez y sus apéndices fuera del PRI, además de Diego Fernández de Cevallos en el PAN que se había hecho indispensable y una fuerza política. Crearon la obra maestra del sistema político mexicano para hacernos creer a todos los mexicanos que, finalmente, por fin se derrocó la bien llamada por Mario Vargas Llosa, “dictadura perfecta” para dar paso a un verdadero régimen democrático.
Había que tener las tres opciones políticas para vernos como una verdadera democracia en la obra “La alternancia mexicana”, supongo, para seguir siendo el mejor ejemplo de gobernabilidad en el continente, del Río Bravo para abajo. Derecha, izquierda y centro bien representadas en sus distintos lapsos de gobierno.
Supongo también que habría de tener personajes bien identificados para cada una de las distintas opciones e ir manejando el proceso con sumo cuidado y redireccionándolo. Así, el primer paso habría sido la llegada de Vicente Fox a la gubernatura de Guanajuato, donde desde el mismo día en que tomó posesión, el guanajuatense utilizó como plataforma de campaña. “Ahora vamos por la presidencia”, dijo en su discurso de llegada.
Habría que tener a un personaje de la izquierda radical para representar muy bien al sector descontento de la sociedad y por ese motivo “alguien”, desde dentro mismo del PRI o el gobierno, entregó a Andrés Manuel López Obrador las cajas con las facturas originales de los gastos de campaña de Roberto Madrazo, para que emergiera a partir de allí el tercer candidato, supongo. Ahhhh, había que abrirle las puertas, también, para llegar a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal sin haber cumplido con el requisito de la residencia.
Y a ambos, supongo, habría que allanarles el camino con candidatos grises, e incluso, jugar en su contra, como Zedillo lo hizo con Francisco Labastida Ochoa en 2000, con el discurso de la “sana distancia”.
Y a los indicados para llegar a la Presidencia de la República había que posicionarlos en la mente de la gente a través de los medios, por lo que Ernesto Zedillo tenía continuos enfrentamientos mediáticos con Fox, mientras éste y su gobierno, supongo, hicieron víctima mediática a López Obrador con el asunto del desafuero por la expropiación del predio El Encino.
Supongo que todo iba bien. Mas no esperaban que el “hijo desobediente” se impusiera en las internas del PAN e hiciera alianzas con gobernadores priistas y Elba Esther Gordillo. Así, la transición controlada sufrió un duro golpe y tendrían que unirse y recuperar el poder. Todos y con todo contra Felipe Calderón, a quien le desestabilizaron el país aún antes de que tomara posesión al soltar las amarras del narcotráfico, además de la baja de tres secretarios de Estado y una gran campaña nacional, hasta que finalmente dobló las manos y entregó el poder con una candidata como Josefina Vázquez Mota. Entonces Calderón entendió que con la “familia revolucionaria” no se juega.
Como también lo entendió la maestra Gordillo, supongo, quien quiso jugar al gran elector, pero no pudo conseguir la alianza en el Estado de México, desde donde se preveía la derrota del ya desde entonces ungido candidato del PRI por el grupo Atlacomulco. Con la derrota del PRI en el Estado de México por la alianza, Enrique Peña Nieto no hubiera sido el hoy ocupante de Los Pinos, sino Marcelo Ebrard.
Varios sucesos ocupan la atención hoy. Ricardo Anaya, poco conocido, fue posicionado a partir de una investigación por presunto lavado de dinero aún no comprobada, para posicionarlo a nivel nacional. Andrés Manuel López Obrador ha dicho que si hay un nuevo fraude les dejará el tigre y se retirará.
No lo sé de cierto. Lo supongo. Que el acuerdo de 1994 va más allá de nuestros alcances y es la ratificación del de 1929 cuando el nacimiento del PRI, pero controlado con aliados fuera del PRI. Que los grandes acuerdos de la familia revolucionaria “se respetan”. Entonces, que esta elección la ganará Ricardo Anaya. Y que Andrés Manuel López Obrador o quien designe el grupo comandado aún por Luis Echeverría —a través también de Cuauhtémoc Cárdenas—, deberá esperar su turno en 2024. El domingo lo sabremos, supongo.
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(*) Renato Consuegra es periodista, ganador del X Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí y director de Difunet