“…
Azuzado por lo que el vulgo ha dado en pregonar: “nadie es profeta en su tierra”,
Anacleto, chamaco de escasos quince años de vida, hijo único de don
Susano Corrales y la señora Aurora Perales, abandonó el hogar familiar en busca
de algo y mucho que le alborotaban el cuerpo y el alma. Portando vestimenta vaquera, mochila y un par
de espuelas, encaminó sus pasos; siguió el rumbo de la vereda que lleva al Camino Mayor.
La
gente de la comunidad de Las Escaleritas,
habló del hecho pero después de haber
transcurridos algunos días no lo volvió a mencionar, como si confiase
que el recuerdo de él tendría resguardo en el jacal en donde el señor Susano
mascullaba la ausencia del hijo errante, y doña Lola, a la par de encender
veladoras, oraba junto al altar erigido a sus imágenes religiosas.
Hay
quienes afirman que durante cinco años, la madre de Anacleto, realizó su ritual
evocativo y que éste culminó cuando observó que los pabilos de las veladoras se
ahogaron repentinamente en la cera; dicen que a partir de entonces abandonó su
actitud rogativa y se instaló en el
sillón hecho de bejuco que está aposentado en el corredor de su casa; aseguran
que se posesionó del lugar como si esperara algo importante; aseveran que quedó
con la mirada fija en la vereda que conduce al Camino mayor…
Ahora
se sabe que Anacleto, enterado de que había un compositor de “corridos”, sin
decir adiós a sus padres ni lo que había en su arrebatado pensar, se encaminó
en busca del afamado compositor. Ahora, la gente anda alborotada, mitotea,
afirma que, tras de ir de novillada en novillada pueblerinas, lo encontró y que
a boca de jarro, le dijo: “¡Oiga, don
usted!.. ¿Qué es necesario que haga
para que me componga un corrido como los que oigo que hablan de hombres y
mujeres famosos?”; chismorrea la multitud, dice que el compositor de
corridos, asumiendo un dejo guasón que produjo risotadas en quienes
presenciaron ese diálogo repentino, le contestó desde su sitial asentado en el
graderío del ruedo: “¡que te mueras,
muchacho, que te mueras!, eso es necesario que suceda”. No para el argüende
de sus coterráneos quienes vociferan a voz en cuello que el joven Anacleto, sin
responder palabra alguna se alejó de él, afianzó sus espuelas adheridas a sus
botines, acomodó su paliacate en rededor de su cuello, se trabó el barboquejo
del sombrero, ajustó el pretal que hacía resoplar al animal apersogado, y, sin
siquiera mirar hacia el palco de honor en donde se encontraba su novia y
madrina, mujer hermosa que se debatía entre la algarabía y el desasosiego,
montó en el lomo del toro más bravo y reparador de la comarca; musitan aquí,
allá y acullá que el animal se levantó y
mugió como monstruo embravecido al tiempo que saltaba y retorcía su cuerpo cual
si fuera gusano alado acicateado por el rugido de la multitud, la música
estridente de El chile Frito y el grito azuzador de los toreadores y hombres de
a caballo. A la gente de aquí y la procedente de otros lugares le ha dado en
decir que “Culebrino” no se
comportaba como era común verlo en “las jugadas de toros”, sino que se
desplazaba como animal “arreglado”, como bestia enloquecida que sólo detuvo su
trajinar endiablado cuando logró que la muchedumbre ahogara su bullicio en un
clamor unánime impregnado de dolor y pesadumbre, un grito saturado de lamentos cuyos ecos transitaron
y trascendieron hasta avivar presentimientos y mortificación en quienes aún
esperaban al hijo errabundo.
Han
transcurrido los días, y como sucede en estos casos, ha llegado la tristeza y la esperanza en el jacal de los padres de Anacleto: él ya
no musita amalhayas ni tiene arrebatos…, y en los labios de doña Lola no hay
expresiones rogativas.
…Ahora,
en tanto que el existir de don Susano y doña Aurora se diluyen en la bruma de
la desesperanza, los habitantes de Las
Escalerillas aligeran su monotonía
entonando una y más veces “El corrido de Anacleto Corrales”,
cantan con fervor la composición musical que da razón de su mísero terruño y
difunde las hazañas taurinas de quien han dado en decir que es “hijo predilecto.