RAMIRO PADILLA ATONDO |
He
vivido en los Estados Unidos veinte años exactos. Todos en el sur de
California. Había leído el laberinto de la soledad a los 18. En aquel entonces,
la sociedad norteamericana me parecía extraordinaria por algunas razones, entre
ellas, su venta propagandística del sueño americano (del que aún no era consciente).
Un
mexicano siempre encontrará fascinación al diferenciar entre el caos y el
relativo orden que impera de este lado de la frontera. Esa era mi primera
impresión. El lenguaje no supuso problema. Tenía un inglés decente y me podía
comunicar. Con el tiempo lo mejoré bastante.
De
mis conversaciones con otros inmigrantes entendí acerca de la mecanización de
la vida en este país. Hay un horario para todo. Hasta para hacer tus necesidades.
Y en ese tenor fui comprendiendo de a poco que el sueño americano significaba
cosas diferentes para todos. Para los inmigrantes del centro de México supone
no la derrota de la pobreza, sino el escape a la violencia, como podría serlo
para los centroamericanos.
Fui
entendiendo también los prejuicios e ideas de la comunidad blanca con respecto
a nosotros. Umberto Eco diría en su
libro “Cinco escritos morales” que haríamos bien en diferenciar dos fenómenos
distintos; Migración e inmigración. Mientras la migración es un fenómeno
natural, tan viejo como la humanidad, la inmigración es un fenómeno controlable
políticamente, que muchas veces da lugar a comunidades incrustadas dentro de un
mismo país pero sin mezclarse con él.
La
ceguera del norteamericano medio le impide ver que este complejo fenómeno es un
asunto económico, que ha convertido en político. La disparidad en los ingresos
de ambos países hará que siempre haya gente dispuesta a tomar estos trabajos,
muchas veces a costa de su vida por la simple y llana diferencia de ingresos.
Estados Unidos siempre ha tratado a México como si no compartieran casi 3 mil
kilómetros de frontera. Si su frontera sur fuera Serbia, el problema serían los
Serbios. Es un simple y llano acto de soberbia colectiva.
Tengo
muchos amigos norteamericanos. Compañeros de trabajo que no son sino máquinas
repetidoras de mitos y prejuicios. Y más si están definidos por el color de
piel. Antes de los mexicanos, fueron los irlandeses, los italianos, los judíos
incluso los polacos los que sufrieron estas formas de discriminación
sistemática.
Hace
un año decidí escribir una suerte de “Laberinto de la soledad” para
norteamericanos. Me di a la tarea de revisar horas de video de los principales
comentaristas de extrema derecha y sus contrapartes, leer libros para
documentarme. Descubrí el trabajo de Amy Goodman, Cornell West, Michelle
Alexander, y por supuesto, adquirí algunos libros de Noam Chomsky. (Algunos de
estos ensayos han sido publicados en la revista elotro.com.mx) Entendí que hay como en Venezuela, un país
escindido. Y esta escisión ha sido desarrollada por el mejor aparato de
propaganda que haya existido en el mundo. Si hablamos de números diría que la
diferencia entre conservadores y liberales es de 10 a 1. Los liberales han sido
marginados a los confines de la televisión pública en muchos casos. Algunos
otros trabajan para RT (la sucursal norteamericana de Russian Times).
No
hay entonces fuentes confiables o imparciales de información. Estados Unidos
encarna la forma más acabada de una nación regida por la televisión, cuyo
candidato al igual que en México acaba de ganar.
Y
lo ha hecho en base a explotar esto que llamamos mitos cohesionantes, la
amenaza común, el otro que viene a quitarme oportunidades. La ecuación es
sencilla y pegadora, no requiere ningún tipo de análisis o abstracción.
En
mis discusiones con los norteamericanos siempre les pido fuentes. En la inmensa mayoría de los casos solo se refieren
a la televisión. En ese momento entiendo que no llegaré a ningún lado. Y
aclaro, he discutido con todo tipo de norteamericanos, desde rednecks hasta
millonarios.
Es interesante como la articulación de ese
discurso permite la propagación de prejuicios. Lo terrible es la falta de
conciencia con respecto a ello. La corrupción es evidente en México, todo mundo
habla de ella pero el norteamericano aún piensa que sus instituciones
funcionan.
Como
lo diría Ariel Dorfman en un artículo para El País, los norteamericanos solo
mostraron su verdadera cara. Lo dijo en un instante en el que se replantea lo
que significa Estados Unidos para él. Lo cierto es que menos de la mitad de los
norteamericanos votó por Trump. Y lo
hicieron en su mayoría hombres blancos,
cincuentones y desencantados del desastre que ha supuesto la globalización.
Pero
vender el apocalipsis tampoco es válido. Trump es un hombre de pocas luces que
está por enfrentar uno de los trabajos más difíciles del mundo sin tener la
menor idea. Siempre ha vivido en una zona de confort.
Debemos
recordar también que las ciudades con mayores concentraciones de inmigrantes
son a su vez bastiones liberales. Los padres fundadores desarrollaron
mecanismos para evitar de manera precisa que un tipo como Trump pudiera tener
una concentración abusiva de poder. Hay contrapesos que lo limitarán de manera
evidente. No tiene el capital político como para declarar una guerra por
ejemplo.
Y los demócratas le harán la vida de
cuadritos. Una presidencia desastrosa supondría su regreso en cuatro años con el famoso se los dije. Lo
cierto es que los angry white men se han dado un balazo en el pie pero tardarán
en darse cuenta. Es una generación ruidosa pero que ya va de salida. Estados
Unidos se encamina de manera irreversible hacia un modelo europeo de social
democracia. Las bases ya están sentadas.
Es claro que la elección de Trump se suma a la
sintomatología del cansancio imperial. Hillary Clinton probó ser una de las
peores candidatas de la historia. Si un payaso sin experiencia política la
derrotó, las palabras sobran.
Los
mexicanos estaremos a la expectativa. Los destinos de ambos países están unidos
de manera indisoluble, y la ruptura de los vínculos comerciales supondría un
desastre para ambos países. Y encima los norteamericanos acaban de elegir a un
mentiroso profesional, que entre más mentía, más subía en las encuestas. No se
extrañen si ya siendo presidente haga exactamente lo contrario de lo que
prometió. Después de todo, ya logró lo que quiso, y le importa un carajo la
opinión de los demás.
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