En ese entonces no usaba
cachucha. La primera vez que lo ví traía collarín en el cuello y cabrestillo en
un brazo a consecuencia de un levantón que le habían dado para que no publicara
su libro 100 preguntas sobre el caso Colosio.
Felipe era terco y luego
de una charla con mi tío Xavier terminé capturando en la computadora el grueso
engargolado que nos llevó a imprimir. A mis 18 años fue mi primer acercamiento
con un trabajo periodístico y estaba muy emocionado además por capturar la obra
del corresponsal de la revista Quehacer Político.
Años más tarde compartimos
micrófonos en el programa Charlemos de mi amigo Jorge Valente Nava. Cuando con
Valente lanzamos al aire Tribuna Popular propuse incluir las famosas comadres de la columna de Felipe y
ambos aceptaron. Jigney y Caro, asistentes de Jorge hicieron las voces. Fue
fantástico escuchar en la magia de la radio los divertidos textos de sátira
política que Felipe publicaba en su
columna Indiscreción entre comadres.
Siempre me llamó la
atención que era un hombre sociable, alegre, pero solitario. De su familia
hablaba con orgullo de su hija estudiante de cinematografía a la que no conocí.
Pero él vivía solo en
Acapulco en un local cercano a la Fiscalía donde las veces que lo visité solo
veía un escritorio. Nunca me atreví a preguntarle si no tenía más muebles.
En ese escritorio donde
daba vida a sus libros, columnas y últimamente a sus videos para redes sociales
murió Felipe Victoria Zepeda.
El escritor, investigador
y maestro de la sátira, se fue como suelen irse quienes se dedican a este
oficio de locos, solo y en la pobreza.
Descansa en paz Felipe,
Proculina y Torturina están de luto y no hablarán más. Los vamos a extrañar.