En
un sistema político fundado en el presidencialismo, que amalgama un legado
autoritario, sea por cultura, usos y costumbres o definición jurídica, el poder
que se ejerce por la clase dominante llega a niveles enfermizos, toda vez que la
operatividad del control social depende de la estrategia de producción y
reproducción del statu quo. En
México, el Jefe de Estado, que es al mismo tiempo Jefe de Gobierno, está
investido por poderes constitucionales otorgados por la Ley, pero sobre todo,
por normatividades metaconstitucionales que le brindan oportunidad de hacer y
deshacer a su antojo, dependiendo de los intereses personales y/o grupales hegemónicos
durante su periodo de mando.
Hace
casi medio siglo Daniel Cosío Villegas (intelectual y fundador de El Colegio de
México) señalaba que las facultades del presidente de la República se
materializaban conforme a su estilo personal. Sin embargo, los estilos no
solamente están referidos a las características físicas, actitudes y aptitudes
del gobernante, ni siquiera por la carga informativa que le llega por propios o
extraños, sino a lo que “pasa en ciego para la multitud”, a lo oculto de su
proceder, es decir, a sus raíces formativas, de vida, que lo han hecho llegar
hasta el punto máximo de la pirámide política nacional.
El
poder convertido en nombramiento, en banda tricolor con el águila devorando la
serpiente se adhiere a la dermis, pero también a la sinapsis neuronal. De ahí
que el portador siente, desde la toma de posesión, que es un súper hombre que
todo lo sabe y que todo lo puede. A partir de la segunda mitad de los años
treinta del siglo XX los presidentes de México interiorizaron ser portadores
del bastón de mando azteca; de la corona monárquica europea y de la fuerza de
las instituciones creadas para según, servir y proteger a la sociedad. Los
presidentes asumieron para sí el enorme poder de decidir el proyecto de Nación
que, a su parecer, es el más adecuado. Los tres niveles de gobierno y la
sociedad se transformaron en entes pasivos que sólo alcanzaban a musitar un Sí
a cualquier cosa que emanara del Palacio Nacional.
A
los ojos de la masa social (recordemos que por más de 60 años las clases
sociales fueron tratadas como simples engranes del corporativismo político) el
presidente se erigió en un ser con cualidades cuasi divinas, apreciándolo como
juez, militar, administrador y paterfamilias
que podía resolver todo tipo de cuestiones mundanas. En la subcultura política
se anidó un simbolismo bastante barroco y surrealista donde la ciudadanía era
apéndice de la autoridad suprema, tejiéndose una red donde el pensamiento y la
acción social debían basarse en el inactivismo, pero por encima de ello, en la
aceptación de los requerimientos emanados de la cúpula.
El
presidente repartía y quitaba tierras; creaba y otorgaba trabajo, aumentos
salariales, firmaba escrituras, expropiaba, se endeudaba en el exterior, brindaba
apoyos monetarios, se paseaba con las masas desvalidas, se fotografiaba con los
pobres y hasta nacionalizaba bancos, para luego devolverlos reestructurados a
los grupos financieros nacionales y extranjeros. Era -al mismo tiempo- el más
implacable enemigo de sus adversarios y el más subordinado a las políticas de
los países industrializados y organismos acreedores. Mandaba al exilio a sus
detractores, censuraba a los medios de comunicación y podía vender o adquirir
bienes para México, parientes, amigos y compadres.
Y
llegó el año 2000 con los supuestos vientos de cambio estructural. Apareció la
categoría denominada transición, para
incrustarse en la psique social como alternativa para alcanzar un mejor modo de
vida. El sistema político vio por primera vez en 71 años un cambio de forma. Ya
no iba a ser el PRI el partido de Estado, sino el PAN y su apariencia de órgano
opositor quien gobernaría a más de 100 millones de mexicanos. No obstante de la
creencia inicial, a 11 años y dos meses de que la presidencia de México esté en
manos de dos panistas, el Poder Ejecutivo tuvo si acaso cambios puramente morfológicos.
El poder y la manera de ejercerlo permanecieron, ya que la médula del
autoritarismo siguió generando decisiones verticales y cerradas, de arriba
hacia abajo.
En
los últimos cinco años Felipe de Jesús Calderón Hinojosa remasterizó el
“tlatoanismo”, lo cual representó la vuelta a escuchar mensajes crípticos; a
tratar de digerir discursos asistencialista; a aceptar como válido el
descomunal gasto de los recursos públicos desde su particular perspectiva pro
religiosa y empresarial. El sello de la actual administración federal ha sido
una guerra contra el crimen organizado; programas paliativos para que la
pobreza sea disfrazada de equilibrios sociales y económicos; de acciones
mediáticas para fortalecer la imagen presidencial desde 2006. En la ineficacia
de su sexenio, Calderón Hinojosa robusteció su aparato de seguridad; permitió
que sus allegados, colaboradores y familiares directos e indirectos hicieran de
las suyas. Ante el caos, el ejercicio del poder se volvió enfermedad.
Y
la enfermedad del poder invadió a Felipe Calderón, notándose ciertos síntomas,
tales como: prepotencia, incapacidad para aceptar disensos, altos niveles de autoritarismo,
negación de la realidad, adicciones, narcisismo, omnipotencia y negación de límites.
El actual presidente, más allá de su nariz abultada y rojiza que para muchos es
indicio de alcoholismo, protege a aliados y recrimina a opositores; concibe al
combate contra el narcotráfico como bastión único de su administración, pese a que
se han dado 50 mil muertos, que son vistos como “daños colaterales” a lo largo
y ancho del territorio nacional; aumenta salarios a las fuerzas armadas y
policiales, mientras niega beneficios a las clases más desprotegidas; asume la
defensa de funcionarios incapaces o acusados de desvíos de recursos; regaña a
quienes en actos no están de acuerdo con sus políticas gubernamentales; permite
la firma de convenios de colaboración internacionales, poniendo en riesgo el
patrimonio y la soberanía (como el caso más reciente de “colaboración” en materia de energéticos en
la franja fronteriza EUA-México).
Felipe
Calderón o Felipillo como lo llama Jairo Calixto en su programa de sátira
política en Milenio TV, es la muestra palpable de que el poder enferma en grado
superlativo. Él es él y nadie más. Él es él y su esposa. Él es él y que la
Nación viva en crisis, incertidumbre, desesperanza y muerte.
La
versión blanquiazul del presidencialismo mexicano se ha cerrado completamente y
no acepta críticas ni sugerencias para que, por lo menos en los últimos 10
meses de gestión que le quedan, pudiera haber cambios que beneficien a la
colectividad. La enfermedad del poder del presidente en turno hace que México subsista
en medio de una tasa de crecimiento económico de 1.7% y que su administración
gaste cuatro veces más del presupuesto original programado; en medio de balas,
explosiones, secuestros, extorsiones y con el ¡Jesús! en la boca por la inseguridad,
desempleo y falta de oportunidades para alcanzar una calidad de vida digna.
Calderón
Hinojosa ha sido penetrado a nivel celular por la enfermedad del poder,
haciéndolo ver un país inexistente. La enfermedad no sólo produce espasmos y
una desconexión absoluta de la realidad, sino que lo satura de justificaciones
para no acarrear con culpas. En su interioridad Felipe Calderón cree y quiere
hacer creer por todos los medios de comunicación que él es héroe que ataca a
los malos, aun cuando en su lucha orquestada arrastra a miles y miles de
mexicanos inocentes. Esta ceguera los hace que se autonombre paladín que hace
lo que nadie ha querido hacer antes por el bien de México.
Su
enfermedad lo dejó solo y con muchas cuentas pendientes, que más temprano que
tarde, tendrá que rendir explicaciones al país y al mundo (hay que tener
presente la renuncia del presidente alemán Christian Wulf hace unos días por haberse
descubierto que tenía relaciones inadecuadas con un club de empresarios a os
cuales benefició; así como los juicios a ex-mandatarios de Europa del Este,
Asia y África). Punto. B.H.G. baltasarhg@gmail.com
* Maestro en Ciencia Política por
la UAM y UNAM, catedrático, analista y escritor.