Don Filemón Astudillo Ortiz heredó de su padrastro, el señor
Jorge López Mejía, el sobrenombre de Mamacito. Fue hijo de la señora Nicolasa
Ortiz. Contrajo matrimonio con la señorita Margarita González, hija del poeta y
compositor tixtleco don Policarpo González.
Don “Fili” se caracterizó por ser un hombre bonachón, amable
y de plática amena. Quien conversaba con él se llevaba la sensación de haber
estado ante un hombre afortunado, sin
pena alguna, alegre y abierto a lo que le deparara la vida. Muchas personas lo
recuerdan por sus anécdotas salpicadas de ingenio e ingenuidad.” Verbigracias:
“…Eran las seis de la
tarde —dijo con soltura expresiva don Filemón— cuando mi esposa me enteró:
“Mamacito, habló tu pariente fulano, dijo que viene de la Ciudad de México con
su esposa e hijos. Aseguró que llegará como a las ocho de la noche para cenar
con nosotros”.
Me dio gusto saber que vendría pero me mortifiqué al pensar
qué le daríamos a todos ellos que son sólo doce pero que comen como si fueran
treinta. Después de un buen rato, me
dije para mis adentros: “Mamacito, no te preocupes, tú eres buen cazador. Ve a
traer güilotas”. Ni tardo ni perezoso agarré mi escopeta y me fui rumbo al
huizachal, por allá cerca del paraje de
Amatitlán en donde pasta el ganado de don Fabián López Abraján.
“…Todavía no llegaba al lugar cuando divisé un copalcohuite
lleno de ellas. Como es recomendable en estos casos, me agazapé y me arrastré
entre la zacateras hasta quedar cerca del árbol. Cuando estuve a distancia de
tiro, levante el gatillo, afiancé el kausul y les endilgué mi cuaztlera. Apunté
cuidadosamente hacia la parvada pero, antes de disparar, pensé: “Mamacito, sólo
vas a matar unas seis o siete como corresponde a la cantidad de postas que
tiene tu arma, tú necesitas mínimo unas cincuenta para dar de comer a toda la
prole de tu primo”. Ahí tienen que bajé el gatillo, descargué mi escopeta y la
volví a cargar metiéndole toda la pólvora y postas, incluyendo una motita de
cuaztli que llevaba en mi morral de cazador. Cuando terminé de atacarla bien
con la varilla, apunté en medio del arbolito copado de güilotas y sin mucho
pensar disparé. Mi arma tronó fuerte produciendo una enorme humareda. Durante
mucho tiempo no miré más allá de mis narices y estuve resollando aire con sabor
a pólvora quemada. Cuando por fin pude ver, llevando un costalillo que siempre
traigo para lo que se ofrezca, me acerqué al copalcohuite. No me lo van a creer
pero, por ésta —se refería a una figura que hizo con los dedos de la mano
derecha—… había muchas aves en el suelo. Las junté todas. Eran más de cien.
“Con éstas —pensé— les daré de cenar y hasta me sobrarán para que mi esposa
guise un chilatequile que nos comeremos mañana”.
Con mi costalillo repleto de güilotas me dispuse a regresar
a mi casa, pero cuando agarré mi cuaztlera me percaté que no tenía la varilla
taquera. Contento pero con cierta preocupación, me dispuse a buscarla: recorrí
el suelo con mis manos; removí el zacate y hasta piedras, sin hallarla.
“… Reinicié mi búsqueda porque como buen cazador que soy no
podía regresar con mi arma incompleta. Confieso que estuve a punto de
desesperarme, pero reflexioné y hablé conmigo mismo: “tranquilo, Mamacito,
tranquilo, tú puedes…”. Me serené y después de repasar paso a paso lo que había
hecho antes de disparar, pensé y más pensé hasta que por fin… ¿En dónde creen
que hallé la varilla...? Estaba clavada en el tronco del copalcohuite, allí fue
a dar porque antes de disparar se me olvidó sacarla del cañón. ¿Y, ni saben
qué?, en ella habían ensartadas cinco güilotas que, para mi sorpresa, no tenían
plumas y estaban asadas…”
Eso dicen que dijeron…
*Fragmento:
Libro, “Personajes pueblerinos”, mismo autor.