Lo ideal sería que nadie necesitara un sepulcro anónimo, pero ante la violenta realidad de nuestro país y nuestro estado, lo menos que se puede conceder a una persona cuyos restos no son reconocibles o no han sido reclamados por sus familiares, es darle un sepelio digno.
No hay peor dolor para el
ser humano, que la incertidumbre sobre el paradero de una persona querida. La
desaparición forzada es uno de los más crueles actos de inhumanidad.
Nadie querría para sí
mismo terminar en una fosa común mientras su familia sufre la pena y la
impotencia de no poder reconocerle, recorriendo morgues para ver cadáveres en
descomposición y osamentas, aumentando el dolor y la pena con la interrogante
constante: ¿Será o no será?.
Es totalmente entendible
que las familias de personas desaparecidas clamen justicia, y por supuesto, la
posibilidad de una identificación plena de sus familiares para tener el
consuelo de haberlos encontrado y saber dónde llorarles y llevarles flores.
¿Quién en su lugar no lo haría?
Pero también, es
comprensible que ante el problema de salud que representa tener 460 cuerpos en
descomposición en los servicios médicos forenses de Chilpancingo, Acapulco e
Iguala, la autoridad deba trasladarlos a algún lugar.
Lógico, el traslado esta
semana al Panteón Forense, afectó la sensibilidad de quienes no han podido
identificar a sus familiares entre esos cientos de cuerpos, por la esperanza
que tienen en que uno de éstos pudiera tratarse de la persona que buscan y el natural
miedo a que pudiera perderse información que en un futuro les permitiera el
reconocimiento.
En ese sentido, el Panteón
Forense ofrece una mayor garantía que una fosa común, o que conservar los
cuerpos en una morgue a la que a diario llegan más restos.
El tener gavetas
individuales facilita su localización, la inscripción de los datos y hasta la
exhumación en caso de que ésta sea ordenada por alguna autoridad para la
práctica de nuevas diligencias que permitan incluso saber más sobre la identidad
de cada cuerpo.
Lo ilógico de la
inconformidad, es que precisamente pensando en que uno de los cuerpos por
alguna razón no reconocibles pudiera ser de un familiar, alguna persona se
oponga a que se le conserve en un espacio más digno que los frigoríficos del
Servicio Médico Forense o que una fosa común.
Y si no fueran familiares
también. No hay por qué negar a quienes ya fueron víctimas de espantosos
homicidios el que sus restos descansen en paz y con dignidad.
El traslado de cuerpos a
las gavetas de ese lugar no es sólo un acto de humanidad como lo definió el
gobernador Héctor Astudillo, es también parte de la responsabilidad oficial de
proteger la salud de quienes habitan alrededor de donde se ubican las morgues,
y de la modernización que la práctica forense debe tener en el estado.
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