Carlos reyes Romero |
Porque eso era don Juan Alarcón Hernández. Un amigo mío que en su tiempo fue director general de Programa Nacional Agropecuario (Pronagra), Armando Fierro Marqués “El Chito”, me enseñó hace mucho tiempo que la denominación de “don” solo se da, en la administración pública, a quienes han ejercido el servicio público con honradez o con una profunda vocación de servir a sus semejantes, de trabajar para el pueblo, a quienes han sabido ser pueblo.
Don Juan Alarcón era de esa rara especie. Hombre de pensamiento y acción, al que siempre se le vio al lado de las mejores causas populares, siempre se puso al lado, y a veces al frente, de los ofendidos o lesionados por el poder, de los condenados de la tierra…
Muchos piensan que la vida de don Juan al frente de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos era fácil y no faltaron quienes criticaron que ejerciera el cargo de manera vitalicia, desde la creación de la Comisión en 1990, caso único en el país.
Nada más alejado de la realidad. Ser ombudsman y defender los derechos humanos contra su transgresión por los poderes locales y municipales no es nada fácil ni sencillo en Guerrero, donde pesa el cacicazgo más añejo, más que centenario, del país, el de los Figueroa, y donde un acentuado autoritarismo, que se resiste a desaparecer, permea la vida pública.
En Guerrero se puede disentir e incluso criticar a los gobernantes, pero dentro de ciertos límites. Aquel que los rebasa corre el riesgo de desaparecer o morir, sin que nadie se atreva a investigar qué pasó.
No obstante ello, don Juan logro conducir a la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos del estado, por escarpados y sinuosos caminos que le permitieron hacer valer los derechos de muchas gentes y organizaciones, sin concitar la ira del poder.
Hoy se sabe, porque así se dijo en su funeral, que varias veces fue objeto de atentados contra su vida. Y es creíble porque don Juan pisó muchos callos, abrió muchas llagas y puso al descubierto muchas responsabilidades ˗¿o irresponsabilidades?˗ de personeros del poder, y aún de las fuerzas armadas; lo cual incomodaba y enfurecía a muchos. Afortunadamente no paso de ahí,
Leoncio Domínguez me comentó alguna vez de la entrevista que don Juan Alarcón y los consejeros de la Coddehum tuvieron con Rubén Figueroa Alcocer, cuando éste era gobernador, y del áspero reclamo que les espetó dizque por defender criminales. Por más que le explicaron que eso no era así, no lograron convencerlo. Fue un periodo de relaciones frías con el gobierno del estado.
Más graves fueron las circunstancias con Zeferino Torreblanca. Éste sí de plano se lanzó con todo contra don Juan, buscando quitarlo del cargo. Le busco por todos lados y se metió hasta en su vida personal.
Desde entonces don Juan dejó las cosas muy en claro: “no estoy aferrado al cargo ˗decía con serenidad y firmeza˗ con gusto lo dejo; sólo jubílenme conforme a derecho”.
Para Zeferino eso fue el acabose. Se le hacía inconcebible que un servidor público pidiera que se le jubilara por sus años de servicio. Creía que el león debía ser de su condición.
Finalmente Zeferino Torreblanca termino haciéndole caso a quienes, como Leoncio Domínguez y otros, le aconsejaron que dejara en paz a don Juan.
Aun así, una cosa queda clara: el poder, el gobierno, ha preferido esperar a que Don Juan Alarcón muriera en el cargo, antes que hacerle justicia y concederle la jubilación que merecía. No perdonan a quien no roba en los cargos públicos.
Don Juan Alarcón Hernández murió con la dignidad con que vivió toda su vida. Por eso, entre muchas otras virtudes, fue grande, muy grande.
Descanse en paz; su legado será retomado.