Un fenómeno cultural que llama poderosamente la atención al que examina tradiciones y costumbres de los pueblos, es que éstas se mueven y se funden y precipitan igual que las nubes. Los vientos culturales las mueven a gran altura, por lo que se desplazan con absoluta libertad, más allá de toda clase de fronteras, incluso las religiosas, allí donde la sincera convivencia y fraternidad de religiones es un alto valor cultural, mucho más allá de la aséptica tolerancia.
No existen Navidades netamente españolas, inglesas, francesas, italianas, americanas del norte o del sur... En cualquier lugar del mundo la Navidad es una aglomeración o una síntesis de costumbres y tradiciones de muy diversos orígenes: lo más frecuente es que los grandes símbolos (el Belén, el Árbol, el Niño Jesús o el Viejo bonachón que reparte regalos, o los Reyes Magos) se impongan por su propia bondad y convivan en armonía ocupando todo el espacio geográfico de tradición cristiana, junto a tradiciones locales que se guardan y se fomentan como un patrimonio cultural de gran valor.
Ciertamente el gran invento de san Francisco de Asís, el Belén, se ha difundido por todo el mundo en diversos formatos: desde los vistosos y artísticos Belenes en los que no falta de nada: paisajes espectaculares, ciudades, campos y poblados llenos de vida, escenas diversas en torno al Nacimiento de Jesús, aplicaciones tecnológicas en el movimiento del agua del río, de molinos, de norias, de aserraderos, de figuras y en la iluminación; desde ahí, hasta la realización más sencilla, que se reduce al "Nacimiento": una construcción de madera o corcho en forma de portal o de cueva, en la que figuran tan sólo la Virgen, san José, el Niño, la mula y el buey, y que a menudo forma parte de la ambientación del Árbol.
Precisamente el Árbol, que se ha convertido en el símbolo más universal de la Navidad: en su forma más esquemática, un triángulo adornado con luces y regalos. Es que se trata de un símbolo sagrado y majestuoso venido de los pueblos del norte de Europa. En España el árbol se consideró durante muchos años como una abdicación de los valores autóctonos, de signo inequívocamente cristiano: por eso fue combatido desde todas las instancias.
Pero es que se trata más que de un símbolo, de un auténtico objeto sagrado, tan antiguo como la propia humanidad. En el Árbol de Navidad veneramos a nuestro gran tótem del reino vegetal; y le rendimos culto. Y como ocurre con todos los animales totémicos, al tiempo que le rendimos el culto más sagrado, le damos muerte: porque de la muerte de nuestros tótems vivimos. Para eso inventó la humanidad el culto al árbol y a los animales de los que vive: para que su muerte fuese siempre sagrada, sometida por tanto a las reglas del culto. Y el culto al Árbol exige hoy que sólo se talen como Árboles de Navidad aquellos que debían serlo inexorablemente, y que el resto nunca sean arrancados, sino cultivados en viveros. Aunque suene paradójico, el Árbol de Navidad tiene su buena parte en la cultura de amor a los árboles, a los bosques, a la naturaleza. Es el fruto de los millones de árboles que cada año sacrificamos en honor del Árbol.
En cuanto a la extensión geográfica, es ocioso nombrar países concretos, porque es el único símbolo totalmente universal de la Navidad: está presente en los cinco continentes, en todos los hogares, aunque sea en sus formas más humildes. Y en cuanto a las empresas e instituciones, compiten calladamente entre sí, por ver quién consigue cada año plantar el árbol de Navidad más grande y más hermoso del mundo.