Fotografía Gustavo Peralta |
Había un mundo donde los hombres lloraban todo el tiempo. Pero no lo hacían por cualquier cosa. Por ejemplo: solían llorar porque una rama se había casi desprendido de un árbol. O porque la luna no estaba aún del todo llena. O porque quizá había demasiada prisa por las calles de los números impares. O porque habían percibido que algunos, entre ellos, no eran del todo frágiles o del todo fuertes. El único llanto prohibido era el llanto porque sí. Nadie podía llorar por llorar.
En un principio parecía que los hombres lloraban a toda hora, en cualquier lugar, por cualquier motivo, pero era una percepción equivocada.
Había una hora en particular, las siete de la tarde, cuando se escuchaba con nitidez -pero en absoluto desorden, sin ninguna placidez en la melodía- esa atmósfera inusual del murmullo de las lágrimas. No era casual: las siete de la tarde es la hora en que la luz se disemina por los perfiles, se acomoda en los contornos y ya no señala hacia nada, ni acusa a nadie, a ninguno.
Los hombres, quizá por cierta prudencia o por decoro o por pura imbecilidad, salían a llorar hacia lugares precisos, alejados de sus hogares pero no muy lejos de las causas que provocaban el llanto: tomaban algo que podría llamarse una distancia mínima, o distancia cercana, o distancia próxima. Se apoyaban en el tronco de un árbol, se sentaban al borde de una acera despoblada, caminaban despacio por los márgenes del río, buscaban escondites sombríos. Y lloraban sin parar.
Preferían no encontrase con nadie a esa hora, pues sabían que para que un llanto fuese verdadero debían estar en soledad: ése era el llanto de los hombres por el momento solos.
El llanto no duraba demasiado tiempo, no era una cuestión de duración, sino de intensidad. Llorar no era un acto privado, pero sí íntimo. A esos hombres les parecía impropio llorar en grupo o delante de otro hombre que también lloraba. Había que salir a llorar, irse de uno mismo, de lo propio y de los demás, para llorar realmente. Además, no les gustaba causar remordimiento, ni complacencia, ni lástima con sus llantos.
¿Pero porqué lloraban? A los hombres les angustiaba sobremanera todo lo que fuera casi y todo lo que fuese quizá. El sentir casi un peligro, el tener quizá un amor, el saber casi algo, el no poder quizá realizar un sueño, el pensar casi lo mismo, el quizá algo podría ocurrir en otro momento. Detestaban el mundo de los casi y los quizá. Preferían una vida de blancos y negros, por más terrible o mediocre que fuese.
Durante el llanto los hombres se mantenían únicamente ocupados en llorar. Como en ningún otro momento del día y de la noche, era allí cuando lo humano se revelaba tal cual se suponía que debía ser: no había postergaciones, ni certezas, ni explicaciones, ni trampas. Todo era indecisión, fragilidad, despojo; pero también todo no dejaba de ser austero, honesto, transparente.
En el mundo de los hombres en llanto se creaba una complicidad inédita, aunque terriblemente solitaria, que duraba hasta el cuarto de hora siguiente, casi al borde del comienzo de la noche, quizá antes de volver a hablar, casi antes de pensar.
Justo en ese instante, una mujer los interrumpía.
Sí, una mujer interrumpía los llantos de los hombres y les ofrecía una tregua.
Era una mujer sin edad, sin rostro, que nunca aparecía de frente: era cualquier mujer y eran todas las mujeres. Una mujer que tenía a un lado el sol y a otro lado la luna. Era una mujer que, como Venus, estaba llena de cicatrices, de una descomunal e hiriente belleza.
Los hombres, confundidos, detenían el llanto. Pero apenas el último hombre dejaba de llorar, la mujer les impedía el habla para que no intentaran comenzar a explicar el llanto, hacer teorías, escribir terribles poemas o arrepentirse de inmediato. La mujer decía con voz firme: “Ahora podrán decir. No hablar, sino decir. El lenguaje solo es posible sin llorar y sin hablar. Así podrán decir cada cosa, aunque nunca podrán decirlo todo”.
La mujer se iba despacio. Si su aparición dejaba perplejos a los hombres, su partida les provocaba un nuevo e inevitable llanto y se sentían incapaces de decir.
Hablaban todo el tiempo, eso sí, de la mujer que recién había llegado y que ya se había ido.
La mujer los dejaba alterados, inquietos, extraños.
Quizá sin poder hablar. Casi sin dejar de llorar.