miércoles, 12 de marzo de 2014

LA INICIACIÓN DE CECILIO Por: Cesáreo SUÁREZ NARANJO


            “Es de primordial importancia que las acciones y las palabras que un niño vea y oiga sean adecuadas para encaminarle hacia la virtud ya que, a esa edad, no se encuentra en condiciones de discernir lo justo de lo que no lo es, y todo lo que se imprima en su espíritu deja huellas que el tiempo no puede borrar” (Platón: La República o de lo Justo, Libro Segundo).
Acababan de sonar las dos de la tarde en el reloj de la parroquia cercana que marcaban, para los empleados de la Receptoría de Rentas, el término de la jornada. Pero esta vez, en lugar de marcharse según lo habitual, se habían reunido en uno de los cuartos de la enorme y vieja casona, habilitada como oficina del Gobierno. Y no era para menos, ya que el motivo era de bastante importancia; al menos así lo sentía el miembro más nuevo de la nómina, quien apenas llevaba un mes trabajando. Esa misma mañana había llegado el nombramiento oficial, confirmando su prestación de servicios como conserje interino por tres meses (que, posteriormente, vino a ser definitivo, al no regresar el titular); y, debido a ello, se iba a celebrar la protesta de ley que marcaría, en cierta forma, una ceremonia de iniciación, de “juramento efébico” como la costumbre griega.
            El niño, porque Cecilio era eso: sólo un niño de poco más de 12 años, observaba atentamente los preparativos que llevaban a cabo aquellas personas, todos adultos, quienes asumiendo un aire de solemnidad sacaban de un viejo armario una espada que al niño, en su imaginación, le pareció sacada de una de las novelas de Dumas o de Rafael Sabatini, que tanto le gustaban. Mientras tanto, uno de los empleados le colocó un paño grande sobre la espalda, a guisa de capa, y otro más entró, poniendo sobre uno de los escritorios un vaso semi-tapado, que contenía un líquido oscuro que el niño, en ese momento, no pudo identificar. Presa de gran emoción sintió que alguien le vendaba los ojos y, luego, le ayudaban a subir a lo alto del armario.
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            ¡Ah!, y pensar que apenas en noviembre del año anterior había terminado su instrucción primaria en una de las pocas escuelas de Cosamaloapan, Ver. En aquella ocasión se había sentido orgulloso por haber logrado las mejores calificaciones de su salón; y abrigaba la idea, como razón natural, de asistir a la secundaria tan pronto comenzaran de nuevo las clases. Así se lo había externado tímidamente a su padre, sin recibir de éste respuesta alguna. De sus hermanos (él era el menor de todos) sólo Francisco había estado en primero de secundaria, pero era más el tiempo que pasaba en el billar que el que estaba en clases y, así, cierto día sus padres se enteraron de ello, y allí acabó todo. El niño, por su parte, suspiraba viendo a muchos de aquellos que fueron sus compañeritos de estudio asistiendo a la escuela superior, mientras que él ayudaba a sus padres en lo que podía.
            Poseían un molino de nixtamal, con un motor viejo, tosigoso, remolón, pero que nunca incomodó el sueño del niño, quien ya se había acostumbrado a las explosiones propias de la combustión que ocurría en el interior del armatoste. Tenían, además, una modesta carpintería, en la que su padre hacía algunos muebles y, a veces, ataúdes.Cecilio ayudaba lijando una que otra tabla, pero no le atraía el oficio. Fue aquella tarde de abril, cuando al regresar del mandado con el bote de gasolina que serviría para alimentar el motor, vio a su padre platicando con don Facho. Sin darle importancia a la visita, saludó respetuosamente y se metió a la casa. No había pasado mucho tiempo cuando oyó que su padre le llamaba.
            “Don Facho dice que hace falta un conserje en la oficina donde trabaja; así que, desde mañana, te vas temprano. Te portas bien y obedeces a don Facho y a mi compadre “El Curro” (sic), pues en ellos deposito toda mi confianza. Ya eres un hombrecito, y todo lo que aprendiste en la escuela te va a servir bastante, ¿verdad, don Facho?”.
            “Así es, don Crispín. ¡Vamos, Cecilio, no tengas miedo! Además, vas a ganar 110 pesos mensuales”. Era 1951, y para Cecilio esa cantidad era un “mundo”, la cual debería entregar religiosamente a su madre en cada cobro de quincena. Nunca alcanzó a concebir si esa cantidad le era suficiente al “Pachuco”, un hombre hecho y derecho, quien realizaba esas labores, hasta que solicitó el permiso. Un mes pasa rápido, y entre hacer la limpieza, repartir citatorios, y hacer mandados a los empleados, transcurría la existencia deCecilio, quien se sentía importante, “todo un hombrecito” como le habían dicho; y ya, en cierta forma, había dejado de anhelar el ir a la escuela. Se formaría un porvenir en la oficina, y pronto vendría a ser respetado como lo eran todos sus compañeros.
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            Subido en el armario, vendado y con la pesada espada en la diestra, oyó la lectura del acta formularia: “¿Protestáis guardar y hacer guardar etc. etc…?”. Al llegar a ese punto, “El Curro” interrumpió la lectura. Lleno de emoción, y haciendo un tremendo esfuerzo, Cecilio levantó la espada y, con toda la fuerza de sus pulmones, respondió: “¡Sí, protesto!”. Nuevamente se oyó la voz de “El Curro”: “¡…y si no lo hiciereis así, que la Nación y el Estado os lo demanden!”. Faltaba algo, que iba a completar la iniciación; que le iba a hacer “todo un hombre”. (Animas meminisse horret: Virgilio. “Mi alma tiembla al evocar estos recuerdos”). Aún vendado, fue ayudado a bajar del armario. “¡Bebe!”, ordenó alguien. Tomando el vaso, sin poder ver su contenido, bebió un poco, sintiendo un sabor bastante fuerte, aunque dulzón. “¡Hasta el fondo!”, le ordenaron de nuevo. No había pasado mucho tiempo, cuando se sintió terriblemente mareado, y ya, a punto de caer, lo acostaron sobre un escritorio. “Ya nos vamos (oyó entre sueños); te quedas aquí hasta que se te pase; si te preguntan en tu casa, les dices que andabas repartiendo citatorios”. No alcanzó a oír más. El ron, con jugo de naranja, había hecho su efecto en aquel niño, en aquella alma ingenua, que ya NUNCA volvería a ver el mundo como debe verlo una criatura de apenas 12 años, hecho "hombre" por una responsabilidad, un respeto y una obligación mal entendidos.
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            Ha pasado mucho tiempo, y estos trozos de mi vida, mis recuerdos de los días en que mi niñez y mi juventud escaparon consiguiendo botellas de licor para mis compañeros (y escondiendo la botella de anís en el archivo, de la cual bebía cada mañana mientras barría), son heridas que si bien han ido sanando poco a poco, es por mi enorme fe en Dios; y es mi intención lograr que quienes me lean, puedan comprender que la maldad, vestida de ignorancia, acecha a los niños y jóvenes, aun por medio de aquellas personas en quienes confiamos. (Decipimur specie recti: Horacio. “Nos engaña la apariencia del bien”).