“Es de primordial importancia que
las acciones y las palabras que un niño vea y oiga sean adecuadas para
encaminarle hacia la virtud ya que, a esa edad, no se encuentra en condiciones
de discernir lo justo de lo que no lo es, y todo lo que se imprima en su
espíritu deja huellas que el tiempo no puede borrar” (Platón: La República o de
lo Justo, Libro Segundo).
Acababan
de sonar las dos de la tarde en el reloj de la parroquia cercana que marcaban,
para los empleados de la Receptoría de Rentas, el término de la jornada. Pero
esta vez, en lugar de marcharse según lo habitual, se habían reunido en uno de
los cuartos de la enorme y vieja casona, habilitada como oficina del Gobierno.
Y no era para menos, ya que el motivo era de bastante importancia; al menos así
lo sentía el miembro más nuevo de la nómina, quien apenas llevaba un mes
trabajando. Esa misma mañana había llegado el nombramiento oficial, confirmando
su prestación de servicios como conserje interino por tres meses (que,
posteriormente, vino a ser definitivo, al no regresar el titular); y, debido a
ello, se iba a celebrar la protesta de ley que marcaría, en cierta forma, una
ceremonia de iniciación, de “juramento efébico” como la costumbre griega.
El niño, porque Cecilio era eso: sólo
un niño de poco más de 12 años, observaba atentamente los preparativos que
llevaban a cabo aquellas personas, todos adultos, quienes asumiendo un aire de
solemnidad sacaban de un viejo armario una espada que al niño, en su
imaginación, le pareció sacada de una de las novelas de Dumas o de Rafael
Sabatini, que tanto le gustaban. Mientras tanto, uno de los empleados le colocó
un paño grande sobre la espalda, a guisa de capa, y otro más entró, poniendo
sobre uno de los escritorios un vaso semi-tapado, que contenía un líquido
oscuro que el niño, en ese momento, no pudo identificar. Presa de gran emoción
sintió que alguien le vendaba los ojos y, luego, le ayudaban a subir a lo alto
del armario.
*
* * * *
¡Ah!, y pensar que apenas en
noviembre del año anterior había terminado su instrucción primaria en una de
las pocas escuelas de Cosamaloapan, Ver. En aquella ocasión se había sentido
orgulloso por haber logrado las mejores calificaciones de su salón; y abrigaba
la idea, como razón natural, de asistir a la secundaria tan pronto comenzaran
de nuevo las clases. Así se lo había externado tímidamente a su padre, sin
recibir de éste respuesta alguna. De sus hermanos (él era el menor de todos)
sólo Francisco había estado en primero de secundaria, pero era más el tiempo
que pasaba en el billar que el que estaba en clases y, así, cierto día sus
padres se enteraron de ello, y allí acabó todo. El niño, por su parte,
suspiraba viendo a muchos de aquellos que fueron sus compañeritos de estudio
asistiendo a la escuela superior, mientras que él ayudaba a sus padres en lo
que podía.
Poseían un molino de nixtamal, con
un motor viejo, tosigoso, remolón, pero que nunca incomodó el sueño del niño,
quien ya se había acostumbrado a las explosiones propias de la combustión que
ocurría en el interior del armatoste. Tenían, además, una modesta carpintería,
en la que su padre hacía algunos muebles y, a veces, ataúdes.Cecilio ayudaba
lijando una que otra tabla, pero no le atraía el oficio. Fue aquella tarde de
abril, cuando al regresar del mandado con el bote de gasolina que serviría para
alimentar el motor, vio a su padre platicando con don Facho. Sin darle
importancia a la visita, saludó respetuosamente y se metió a la casa. No había
pasado mucho tiempo cuando oyó que su padre le llamaba.
“Don Facho dice que hace falta un
conserje en la oficina donde trabaja; así que, desde mañana, te vas temprano.
Te portas bien y obedeces a don Facho y a mi compadre “El Curro” (sic), pues en
ellos deposito toda mi confianza. Ya eres un hombrecito, y todo lo que
aprendiste en la escuela te va a servir bastante, ¿verdad, don Facho?”.
“Así es, don Crispín. ¡Vamos,
Cecilio, no tengas miedo! Además, vas a ganar 110 pesos mensuales”. Era 1951, y
para Cecilio esa cantidad era un “mundo”, la cual debería entregar
religiosamente a su madre en cada cobro de quincena. Nunca alcanzó a concebir
si esa cantidad le era suficiente al “Pachuco”, un hombre hecho y derecho,
quien realizaba esas labores, hasta que solicitó el permiso. Un mes pasa
rápido, y entre hacer la limpieza, repartir citatorios, y hacer mandados a los
empleados, transcurría la existencia deCecilio, quien se sentía importante,
“todo un hombrecito” como le habían dicho; y ya, en cierta forma, había dejado
de anhelar el ir a la escuela. Se formaría un porvenir en la oficina, y pronto
vendría a ser respetado como lo eran todos sus compañeros.
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* * * *
Subido en el armario, vendado y con
la pesada espada en la diestra, oyó la lectura del acta formularia:
“¿Protestáis guardar y hacer guardar etc. etc…?”. Al llegar a ese punto, “El
Curro” interrumpió la lectura. Lleno de emoción, y haciendo un tremendo
esfuerzo, Cecilio levantó la espada y, con toda la fuerza de sus pulmones,
respondió: “¡Sí, protesto!”. Nuevamente se oyó la voz de “El Curro”: “¡…y si no
lo hiciereis así, que la Nación y el Estado os lo demanden!”. Faltaba algo, que
iba a completar la iniciación; que le iba a hacer “todo un hombre”. (Animas
meminisse horret: Virgilio. “Mi alma tiembla al evocar estos recuerdos”). Aún
vendado, fue ayudado a bajar del armario. “¡Bebe!”, ordenó alguien. Tomando el
vaso, sin poder ver su contenido, bebió un poco, sintiendo un sabor bastante
fuerte, aunque dulzón. “¡Hasta el fondo!”, le ordenaron de nuevo. No había
pasado mucho tiempo, cuando se sintió terriblemente mareado, y ya, a punto de
caer, lo acostaron sobre un escritorio. “Ya nos vamos (oyó entre sueños); te
quedas aquí hasta que se te pase; si te preguntan en tu casa, les dices que
andabas repartiendo citatorios”. No alcanzó a oír más. El ron, con jugo de
naranja, había hecho su efecto en aquel niño, en aquella alma ingenua, que ya
NUNCA volvería a ver el mundo como debe verlo una criatura de apenas 12 años,
hecho "hombre" por una responsabilidad, un respeto y una obligación
mal entendidos.
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* * * *
Ha pasado mucho tiempo, y estos
trozos de mi vida, mis recuerdos de los días en que mi niñez y mi juventud
escaparon consiguiendo botellas de licor para mis compañeros (y escondiendo la
botella de anís en el archivo, de la cual bebía cada mañana mientras barría),
son heridas que si bien han ido sanando poco a poco, es por mi enorme fe en
Dios; y es mi intención lograr que quienes me lean, puedan comprender que la
maldad, vestida de ignorancia, acecha a los niños y jóvenes, aun por medio de
aquellas personas en quienes confiamos. (Decipimur specie recti: Horacio. “Nos
engaña la apariencia del bien”).