domingo, 11 de marzo de 2012

Sepelio Costeño, Efrén García Villalvazo


Me toco en suerte acompañar a una amiga a la triste tarea de entregar a su hermano a la siempre boca abierta del espantoso e indigno cementerio de Las Cruces, el panteón de las familias acapulqueñas.  Un hombre joven, tan solo 43 años, con una muerte repentina causada por una mezcla de fiebre tifoidea, una diabetes recién descubierta y una tristeza por vivir con una explicación que nunca platicó.  Quizá haya sido por una situación familiar, quizá por ver a Acapulco desgarrado por sus nuevos y adolescentes propietarios, quizá por no vislumbrar un futuro para sus niños pequeños.
Nos citamos a la entrada, justo frente a una estatua de toque maternal hippioso tallada por mi padre hace muchos ayeres.  La carroza nos precedió casi sin ruido por la avenida lateral izquierda, milagrosamente libre de la grotesca invasión de tumbas que rellenan cualquier espacio posible en este lugar de descanso eterno.  El solo caía a plomo y la obligada ropa obscura concentraba los rayos del sol de tal manera que nuestros hombros se cargaban voluntariamente con una pesada losa que rápidamente deprimía nuestro ánimo. 
Llegamos por fin a un punto de donde había que bajar cajón, flores y lamentos para acarrearlos en mezcla familiar a depositarlos en el regazo recién abierto en la tierra para albergar a uno más de sus hijos que ha completado su periplo.  Las tumbas que nos rodean no son solo de la piedra blanca y gris que normalmente se ve en un lugar de estos.  El azul chilapa, verde bosque, rosa mexicano, amarillo limón, violeta lavanda, todos colores que la alegre gente de la costa plasma en las fachadas de su casa los acompañan también a dar tono a su última morada.  Pienso que solo en Veracruz y en Guerrero se deben vender estos colores para pintar las casas y las tumbas; al fin y al cabo costeños, solo que con diferentes mares.
 Comenzamos a caminar entre las tumbas, sobre las tumbas, a través de las tumbas.  En este maldito desorden que se pavonea en este panteón, no se puede sentir menos que vergüenza de pensar adonde es que viene uno a dejar lo que queda de sus seres queridos.  Pero no hay otra manera de pasar por aquí; planto un pie en una tumba blanca, luego piso una rosa, de ahí a una azul, luego una morada.  Me siento incómodo de pensar en la afrenta involuntaria a pesar de que no soy de mucho pensar que ahí dentro quede algo de la persona que alguna vez se quiso.  Observo varias cruces rotas y me explico de inmediato como es que así acabaron al ver golpear con el ataúd una de ellas que bloqueaba el paso del recién llegado.  Prefiero ni pensar que esto represente un mensaje.
¿Cómo es que se llegó a tener tal invasión de tumbas en este lugar? ¿No hay un encargado, un director, una persona con un mínimo de consideración para con el dolor ajeno?  Dichosos los que aquí trabajan que los inquilinos no se puedan quejar, porque de seguro ya les hubieran hecho un justo plantón a las puertas del ayuntamiento.  Y las historias de abusos abundan.  Ayer mismo un buen amigo me platicaba que fue a ver la tumba de su mamá, fallecida hacía cincuenta años y encontró que…¡ya había una tumba de otra persona construida encima de la de su ser querido!  En estos momentos todavía no le resuelven el trance indignante de saber donde pusieron los restos y cuál va a ser el nuevo lugar en donde los va a depositar.  Ya todos los cuates le dijimos que los saque de ahí y los lleve a un lugar más digno.  A otro amigo cuyos parientes tienen una gran tumba familiar le rompieron el candado de la entrada y convirtieron en bodega de herramienta el lugar sagrado.  Indignado también por la falta de respeto, el descaro y el exceso abusivo mandó traer un camión y llevó todos los tiliches a un basurero.  Todavía alguien por ahí del panteón le pregunto que le iban a reclamar por el acto arrebatado.  Les contestó que al que lo hiciera lo iba a meter a la cárcel por invasor.  Fin del capítulo.
La escena siguiente es la de los dolientes alrededor de la tumba abierta, apretadamente acomodada entre otras seis que se resignan a ser las nuevas vecinas.  Con el cajón puesto de lado la familia y los amigos dan rienda suelta a sus pensamientos: llaman al fallecido, le recuerdan sus promesas, añoran su alegría y su gusto por el baile, le aseguran que le aman, le ofrecen no olvidarlo.  Los que atestiguamos esta manifestación nos apesadumbramos sintiendo que alrededor revolotean nuestros respectivos muertos.  Al oír los lamentos recuerdo la muerte de mi padre, de mi abuela, de mis amigos Mario y Santos, de don Hosé, doña Marichuy.  Lo multiplico por los que estamos aquí y resultan varios cientos de recuerdos de alta intensidad.  ¿Será esta la bienvenida que dicen que hacen los espíritus recibiendo al recién fallecido? Quiero pensar que sería una buena explicación.  Vuelvo a recorrer la escena y el amontonadero de lápidas me parece ofensivo e irrespetuoso ante el dolor tan sincero de mis amigos.
Una loquita llego con su bote de plástico lleno de resistol amarillo y pedía a gritos que abrieran el ataúd para ver al muertito hasta que la corrimos de mala manera.   Se asomaron dos guitarras con sus respectivos trovadores a ofrecer “la música” para la ocasión.  Al principio no fueron bien recibidos, pero ellos confiaron en la costumbre de lo de siempre.  Finalmente el luto venció la resistencia al gasto adicional  y las notas espesaron el caldo de tristeza que ya hace rato se cocinaba.  Lagrimas de adultos que dolía verlas; lágrimas de niños y de hijos pequeños que pesaban una tonelada en cada corazón que las atestiguaba.  Por lo menos la música amortiguó el fúnebre chirrido de las cucharas de los albañiles mientras cerraban la nueva celda.    Al final quedó una húmeda caja gris, impersonal, común.
Las mujeres se acercaron y con una diligencia inexplicable comenzaron a acomodar los cientos de flores que se habían traído.  Acomodaban cuidadosamente cada arreglo y cada manojo, empeñándose de manera irreal en dejar un testimonio de amor que sabían desaparecería al día siguiente marchitado por el sol.   De una bolsa en donde traían crisantemos blancos recuperaron pétalos que se habían desprendido y con soberbio sentido del equilibrio dibujaron una elongada cruz a la mitad de la lápida.  Tres rosas encarnadas remataron el centro de la misma y después de unos minutos de murmullos de despedida salimos casi sepultados por el sol de las 5 de la tarde. 
En el camino de regreso continué viendo tumbas invasoras, piratas, ladronas de espacio para moverse.  Pero ellas no tuvieron la culpa, ni los muertos que acunan tampoco.  Fueron los vivos que en su afán de “vivos” y de seguro por una corta feria mancillaron este lugar de tranquilidad y recogimiento.  Pero, que podíamos esperar, Acapulco es así.  Se invaden banquetas, parques y terrenos.  Estacionamientos, playas y cerros.  ¿Por qué no habría de ser igual con este cementerio, la última morada que a la hora de ser pieza urbana se convierte en el Acapulco caótico de cada día?