En la ciudad de México, donde vivía retirado de la
milicia, en el atardecer del viernes, tres balazos certeros cegaron la vida del
general Mario Arturo Acosta Chaparro Escápite. Leyenda negra de Guerrero,
terruño donde construyó con pilas de cadáveres, uno de los episodios más
sangrientos de la guerra sucia, en los años setenta y ochenta del siglo pasado.
Tiempos en que la guerrilla de Lucio Cabañas y Genaro
Vásquez dieron pie a que la contrainsurgencia impidiera el crecimiento de los
grupos armados que deseaban cambiar el status político de México, a base de una
revolución socialista que veían los insurrectos, como la salvación para México.
No contaban con Luis Echeverría, el presidente que se
esforzó, dotando de todos los medios a la milicia para erradicar, como fuera,
los brotes levantiscos en Guerrero. La memoria de las víctimas ha ido
despareciendo con el tiempo que borra deudas y agravios. No hay certeza de los
desgarramientos. Se habla de muertos y desaparecidos, de soplones y traidores,
delatores, chivas, madres viudas, novias abandonadas y sufrimientos dolorosos
entre el llanto y el espanto.
En ese escenario la figura de Mario Arturo es señera,
sin rival, solitaria. Asemeja al cóndor en lo alto de su soberanía. Único en su
especie. Rodeado de las herramientas castrenses necesarias para la sarracina. A
su disposición todo el aparato de seguridad del Estado pero, lo más sutil y
supremo de esta avitualla, fue la impunidad concedida a su indumentaria, desde
el instante en que se le designó principal, en el rango de combatir a la
insurgencia.
El mérito de Mario Arturo se agiganta cuando le toca
en suerte ser uno de los oficiales que logra recuperar vivo al secuestrado
candidato del PRI Rubén Figueroa Figueroa, a la vez que era un influyente
político local, también sumaba a su gracia, el ser compadre del entonces
presidente Luis Echeverría Álvarez.
Ese bastón de mando de Gran Mariscal que le valieron
sus hazañas, lo usó en el combate a la guerrilla, en los montes rurales y en la
zona urbana y, lo siguió utilizando ya en la administración de gobierno de
Rubén Figueroa, pues siendo éste gobernador del Estado, lo designó, por primera
vez en el país, como comandante único de todas las policías en el Estado, con
mando excepcional y suficiente fuero para intervenir tanto en seguridad industrial,
pública y privada, persecución del delito, asuntos de vialidad y protección
individual a poderosos, ricos y políticos. En esa esfera de miedo ciudadano,
Zeferino Torreblanca lo copta como su compadre al bautizarle una nena.
Es legítimo pensar que Mario Arturo no fue un
siniestro ni un ser humano de maldades truculentas. Le gustaba platicar y
aprender las cosas que no sabía. Era discreto y valiente. El error fue del
gobierno civil, al haberlo dotado de tantas atribuciones, funciones y parapeto,
en tiempos en que el poder absoluto del gobierno no se detenía en ningún
calabozo.
A quién le dan pan que llore.
De cualquier manera su época es magenta, del color de
la sangre seca. Todavía hay calles que no olvidan los balazos, hogares muy
afligidos, huérfanos, viudas que nunca recuperaron la alegría de sus vidas de
antaño. No se pierden fácilmente en la estadística las atrocidades de sus
batallones, sicarios foráneos, investigadores, torturadores, aves negras
pobladoras de la noche. En solitario, en una calle desierta de la ciudad de
México, un general retirado del Ejército Mexicano, Mario Arturo Acosta Chaparro
Escápite, cae abatido por una dedicatoria de plomo, que fue alevosa y
premeditada destinada a su corpulencia, para cancelar la vital humanidad de un
ser humano, inerme que tuvo en sus manos la historia amarga de dos décadas de
Guerrero: Pueblo en vilo que sufrió y padeció ante su analogía con Poncio
Pilatos, sin tener siquiera tiempo o reflexión para lavarse las manos.
PD:
“Morirse es como dejar un vicio”: Víctor Hugo.