Los mercados quieren
confiar, están deseosos por confiar y dicen que el camino que lleva a su
confianza son draconianas reducciones del déficit público y reformas laborales.
Los mercados piden lo que quieren y si se les satisface prometen arreglarlo
todo en el futuro.
Los mercados quieren
confiar, están deseosos por confiar y dicen que el camino que lleva a su
confianza son draconianas reducciones del déficit público y reformas laborales.
Los mercados piden lo que quieren y si se les satisface prometen arreglarlo
todo en el futuro. Los mercados quieren satisfacción inmediata para que en el
medio y largo plazo todos podamos optar de nuevo a una televisión de plasma.
Mientras tanto, el corto plazo ha quedado reducido al tiempo en el que unos
pasan de cero a cien millones en un segundo y otros ven como sus recursos se
limitan a buscar en la basura.
Los mercados piden y los
gobiernos reaccionan para satisfacerlos. Ahora bien, la satisfacción no ofrece
garantías y todo se resuelve en una cuestión de fe, de ahí la apelación al
futuro, camuflado en el medio y largo plazo. No obstante, en el corto plazo,
una vez legislado el primer tramo de satisfacción, los mercados aseguran que no
es suficiente. En otras palabras, no se sienten satisfechos y su confianza
requiere algo más, siendo la forma que tienen de decirlo mediante aumentos de
primas de riesgo y caídas de bolsa. Ya lo hemos dicho antes, esto es tan solo
un tramo, una etapa para que en el medio y largo plazo todos podamos acceder a
un trabajo e ir a la discoteca para desahogarnos. Mientras tanto, en el corto
plazo aumentan las familias sin ningún tipo de ingresos al tiempo que aumentan
los beneficios en la compra de deuda soberana.
La insatisfacción en los
mercados es cada vez más enigmática, ya que a partir de ella cabe preguntar
cual es el límite de recortes al que aspiran, cual es el porcentaje de déficit
y precariedad laboral con el que sueñan y con el que están dispuestos a mostrar
confianza. En este sentido, si antes decíamos que todo se resolvía en una cuestión
de fe hacía las demandas de los mercados, ya que no hay garantías de que vayan
a dar su confianza, estos se parecen cada vez más al dios de Abraham, al cual
se le pidió que sacrificara a su hijo como modo de demostrar su fe. No
obstante, si bien Abraham se mostró dispuesto a seguir los designios de Dios,
éste en el último momento decide que no es necesario ir tan lejos. En el caso
de los mercados, por el contrario, es evidente que no hay atisbos de que vayan
a decir que no hace falta ir tan lejos y que se conforman con un cordero, con
lo cual podemos decir que si el dios de Abraham se llamara mercados, éste
pediría a la mujer después del hijo para finalmente pedirle directamente que se
suicidara. Una petición detrás de otra. Más y más…
Pero si contra la voluntad
de Dios no se puede hacer nada, no debemos olvidar que los mercados están
formados por nombres y apellidos, aunque nos quieran hacer creer otra cosa y
muchas veces sean presentados como entes nebulosos que se parecen a aquello que
a ha venido en llamarse fatalidad. Estos nombres y apellidos están determinados
por una voracidad que es la expresión contemporánea de lo que Max Weber vino a
llamar como “filosofía de la avaricia”, con la que definió del “espíritu del
capitalismo”. Avaricia complacida por la clase política, la cual actúa como
Abraham, es decir, realizando ciegamente los designios de dios. Así, cuando un
gobierno anuncia reformas y dice que actúa, deberíamos leer más bien que el
gobierno acata.
Así pues, generar confianza
en los mercados es como decirles ahí hay negocio, a pesar de que el negocio
este formado por millones de personas que necesitan, en un primer momento, pan.
Un buen negocio el de la alimentación. Que necesitan salud. Un buen negocio el
de la sanidad. En este sentido, los gobiernos no harían sino proponer negocios
seguros para los mercados o, en otras palabras, asegurar los negocios. Ahora
bien, hay que repetir que los mercados no forman parte del Olimpo de los dioses
sino que están formados por hombres de carne y hueso. Así, si antes afirmábamos
que contra la voluntad de dios nada se puede hacer, de ahí la fatalidad, no
podemos decir lo mismo que con la voluntad de los hombres, y más cuando se
trata de una minoría la que la impone, por lo cual no podemos dejar de preguntarnos
¿por qué los gobiernos deben asegurar los negocios de unos pocos?, y más
fundamentalmente, ¿por qué apoyar a unos gobiernos que no son sino meros
ejecutores de la voluntad de mercados abiertamente hostiles?