De niña deseé muchas cosas que no
era posible tener. No había dinero suficiente para las necesidades básicas,
menos para caprichos. Entre esas cosas, ansiaba como nada tener unos zapatos
Dingo. Nunca se me hizo calzarlos, en cambio, me compraron unas sandalias de
plástico que odié. Me daba vergüenza usarlas. Una de las pocas fotografías que
poseo me muestra portándolas, ah, y con tobilleras. Sí, a los seis era ya
pretenciosa y no lo aprendí de nadie, al menos que yo recuerde.
A los quince comencé a trabajar como mecanógrafa, gracias a haber
estudiado en una secundaria técnica. Era un empleo de medio tiempo por el cual
me pagaban cien pesos, el equivalente a medio salario mínimo de entonces;
corrían los años setenta. Percibía menos que lo menos que los patrones debían
pagar y, sin embargo, me alcanzaba para mal mantenerme. Sólo para darse una
idea: el pasaje del autobús costaba veinte centavos y los peseros cobraban de
veras un peso.
Al poco tiempo de comenzar a trabajar recibí la tan esperada carta de la
UNAM, anunciándome que había aprobado el examen de admisión a la prepa. Me tocó
en el CCH Sur, escuela ubicada en El Pedregal de San Ángel, una de las zonas
más nice, cuquis, ricachonas de la capital en ese tiempo. No creo que los
jóvenes que vivían ahí fueran alumnos del plantel, pero sí los de las zonas de
clase media cercanas. Unos cuantos éramos habitantes de colonias populares; yo,
de una en Tacubaya.
Mi salario raquítico alcanzaba para una comida corrida al día, mi parte
de la renta del lugar donde vivía con unas familiares, lo poco que gastaba en
escuela y mis transportes. Para ropa no sobraba mucho, me vestía con prendas
compradas en abonos y, sólo cuando ahorraba podía cambiar de zapatos. Lo
pretenciosa no se me había quitado, pero tenía que avenirme a lo que había,
igual que siempre, sólo que ahora, el hecho de ganar mi dinero me hacía
percibirme de distinta manera: me creía adulta. De entrada, ese ya era un
motivo para sentirme separada de mis compañeros, la mayoría hijos de familia
cuya única obligación era ir a la escuela y divertirse.
Obviamente, no tenía amistades. Pero sucedió que cuando me inscribí al
francés, hice migas con una compañera; al principio sólo platicábamos de las
tareas y cosas del curso, luego nos hicimos amigas. Se llamaba Frida María.
Cuando nos tocaba idioma nos íbamos juntas. A ella le habían comprado un coche
para ir a la escuela y me daba aventón. Se convirtió en la mejor amiga que
podría desear. Nuestro origen era distinto y, sin embargo, las diferencias no
pesaban, no se sentían entre nosotras. Unas cuantas veces fuimos a alguna Peña
o a comer helados a Coyoacán. Frida era tan generosa que de ella recibí las
primeras clases de manejo. Me sorprendía que hubiera tenido la iniciativa de
enseñarme y que se tomara el tiempo para hacerlo después de clases. Íbamos para
ello al estadio de CU. También era muy alivianada y, sobre todo, franca.
Vestía a la moda, la de la escuela: mezclilla, túnicas, blusas bordadas,
sandalias, morrales. Mi ropa, en cambio, era corriente y totalmente fuera de
onda. Seguía siendo pretenciosa, pero el buen gusto no era mi cualidad. Lo supe
dos semestres después.
En el Condominio Insurgentes, lugar de mi empleo, había varias
zapaterías, entre ellas, la Canadá. Diario que pasaba por los aparadores me detenía
a ver los modelos; había de todo tipo y precio, pero los que yo podría pagar,
cuando juntara el costo, eran unos Canadá de plataforma y tacones altísimos.
Finalmente los compré; me gustaban un montón. En ese tiempo todavía usaba
faldas cortas y pantimedias. Me sentía soñada con mis zapatos nuevos y creo que
hasta pisaba con más fuerza para que se escuchara más el taconeo. No se
me hubiera ocurrido que esos casi botines tan altos, combinados con las faldas
y mis blusas oficinescas, no se vieran bien. Además, eran los únicos que tenía
en buen estado.
Fue mi amiga Frida quien me lo hizo ver. Tan abierta y franca como era,
un día me dijo: Oye, ¿por qué usas esos zapatos? …Qué tienen, ¿no te gustan?…
¡Claro que no! Parecen de prostituta. Si me lo hubiera hecho ver alguien más,
quizá lo habría mandado al diablo, pero me lo estaba señalando mi única amiga,
la chava buena onda que me había aceptado a pesar de que lo provinciana se me
notaba a leguas. Chispas. Creo que todos los colores del arcoíris pintaron mi
cara cuando la escuché. Me sentí tan avergonzada que quería tirar mis
plataformas en el basurero de la escuela.
Al poco tiempo ella se consiguió un novio, y yo, una credencial de
militante de un grupo estudiantil. No nos volvimos a cruzar. Tampoco volví a
usar faldas y, menos, zapatos de tacón.