El artículo 3° se había reformado en
nueve ocasiones antes de la modificación de la semana pasada. Entre
aquellas reformas estuvieron las que le dieron a la educación el
carácter socialista (1934), revocaron tal calificación y le dieron su
sentido democrático-liberal (1946), constitucionalizaron la autonomía
universitaria (1980), fortalecieron la educación privada (1992),
establecieron la concurrencia educativa en nuestro sistema federal
(1993), incrementaron los grados de la educación obligatoria (1993, 2002
y 2012) y ampliaron los valores y objetivos educativos (2011),
primordialmente. Como resultado de lo establecido por el Constituyente
en Querétaro y de las reformas a que acabo de aludir, el texto
constitucional resultante era complejo y cargado de detalles.
De manera general, el mismo contenía
hasta la semana pasada: el derecho humano a la educación en favor de
todos los individuos; la determinación de los grados escolares a cargo
del Estado; la identificación de aquellos que son obligatorios; los
objetivos de la educación que se imparta en nuestro país; la división
competencial entre la Federación, los estados, el DF y los municipios;
la gratuidad de la educación impartida por el Estado; la obligación del
Estado de proveer y atender todos los tipos de educación; el
reconocimiento y regulación de la educación impartida por los
particulares; la garantía de la autonomía universitaria y la facultad
del Congreso de la Unión de emitir las leyes que permitan la
concurrencia de todos los órdenes de gobierno en la materia.
Si el anterior era —dicho nuevamente de
manera muy breve— el contenido del artículo 3° en vigor antes de la
reforma, ¿qué permaneció y qué cambió con motivo de esta última?
Permaneció el carácter de derecho humano, algunos de los valores y fines
de la educación, la facultad de la Federación para establecer la
concurrencia en la materia y la autonomía universitaria,
primordialmente. Lo que cambió son aspectos de la mayor importancia y me
limito a mencionar los más destacados.
El primero es la introducción de una
garantía de la calidad educativa de carácter obligatorio que,
evidentemente, imparta el Estado. Por obvio que pudiera resultar
explicitar que esa educación debe ser de calidad, al introducir esta
calificación se imponen cargas materiales nuevas a la autoridad. Es
decir, si las personas tienen un derecho a la educación y ésta debe ser
de calidad, en lo subsecuente pueden exigir mediante distintas
instancias jurídicas, que a ellos o a sus hijos se les debe otorgar
educación con calidad. Nuevamente, por obvio que esto pueda parecer, el
problema deja de estar sólo en el ámbito de la regulación que quisiera
darle el legislador y la administración pública, para pasar a una nueva y
calificada modalidad, esto es, a la satisfacción, tal vez y finalmente
por vía judicial, de ese tipo de educación.
El segundo cambio consiste en ampliar
las facultades de la autoridad para, con vista en el propio objetivo de
mejora de la calidad, introducir un mecanismo de evaluación para el
ingreso y la permanencia de los docentes. Este incluye la celebración de
concursos de oposición y la posibilidad de anular las designaciones o
ascensos que se lleguen a hacer en contradicción a esas reglas.
La tercera y más extensa modificación se
refiere al llamado “Sistema Nacional de Evaluación Educativa” y a la
asignación de su operación al “Instituto Nacional para la Evaluación de
la Educación”. El primero comprende un conjunto de funciones encaminadas
a garantizar la prestación de servicios educativos de calidad que, para
realizarse, quedan encomendados al Instituto citado. Éste, a su vez y
en general, diseñará políticas, expedirá lineamientos y difundirá
información para tal fin. En la reforma no se dice qué efectos tendrán
los ejercicios de evaluación que lleve a cabo el Instituto. Sin embargo,
si en el fondo de este gran cambio está la intención de mejorar la
calidad educativa en todos sus aspectos, cabe esperar que se genere
algún tipo de mecanismo que vincule sus resoluciones con las acciones
que las autoridades administrativas deban dictar.
La cuarta modificación no se hizo al
artículo 3° que venimos contando, sino al 73, fracción XXV. Lo que aquí
se hizo fue darle competencia al Congreso de la Unión a efecto de
establecer el “servicio profesional docente”. No se trata, una vez más,
de cualquier tipo de servicio docente, sino de uno que, simultáneamente,
sea “profesional” y de calidad. Esto es así, en tanto no resulta
factible suponer que aquello que el Congreso deba hacer por
determinación constitucional sea, simplemente, ordenar a los docentes
del país, sino de manera mucho más relevante, generar un servicio
ordenado a la obtención de la calidad necesaria para lograr la mejora
sustancial de los estudiantes.
Lo que finalmente parece estar en la
reforma es que los estudiantes y, a partir de ahí, los egresados de
nuestros centros educativos, son un fin en sí mismo. Por ello, lo que
deba hacerse en materia magisterial, docente, de planes y programas de
centros escolares, etcétera, deberá estar encaminado a ello. Lo
relevante no puede seguir siendo el instrumento educativo, ni los
fenómenos que lo rodean. La reforma parece llevar a que el instrumento
se transforme para alcanzar el fin central que ha quedado más que
destacado en la Constitución: la obligación de todos los niveles del
Estado de hacer lo necesario para que quienes accedan a la educación la
reciban en condiciones de calidad. Para lograr esta meta es mucho lo que
falta por hacer pero dado el modelo reglamentario de nuestra
Constitución, el primer paso ya se dio.
@JRCossio
Ministro de la Suprema Corte de JusticiaProfesor de derecho constitucional en el ITAM