Cuando una vez le pregunté a Kiko, el monstruoso y retrasado vidente del antiguo Barrio del Hospital, en Acapulco, sobre si la política le daba risa, me respondió: “no joda, cree que soy imbécil”.
La risa, quizá después del habla, es el recurso más importante de comunicación humana. Por medio de esta básica gesticulación, reafirmamos nuestra singularidad como especie en el mundo porque sólo los seres humanos ríen. La risa es un complicado código metalingüístico que usamos estratégicamente para aprobar o desaprobar, para herir o para curar. Por eso se dice que la risa es un arma de dos filos. La risa no es un reflejo automático, es un acto deliberado de la conciencia. Aún en los niños la risa es un acto motivado y justificado. Sólo los imbéciles se ríen sin motivo, por eso una mente en orden exige al portador, no reírse de todo.
En el ser humano, la risa es una respuesta que corresponde a dos razones: la burla y la felicidad. La ironía y el sarcasmo son formas elaboradas de la burla que provocan eso que el común ha llamado la risa maliciosa. La felicidad, por su lado, registra la risa gozosa, triunfal, celebratoria, lúdica. Por medio de la risa aceptamos o rechazos al otro y al mundo. Reír a carcajadas es abrirse a los otros y al mundo. La risa estentórea es dionisiaca, fáunica; es la risa ditirámbica producto de los excesos en los que el alma queda libre por momentos y en comunicación con deidades primigenias. La carcajada es terrena; es la risa primitiva y violenta de la edad oscura del ser humano. En su texto: Risa y Penitencia, Octavio Paz nos recuerda que “La violencia sangrante de las bacanales y saturnales se acompañaba casi siempre de gritos y grandes risotadas. La risa sacude al universo, lo pone fuera de sí, revela sus entrañas”.
Lo contrario de la carcajada, es la sonrisa. La sonrisa es un acto de autocontención, de dominio propio. La conciencia se impone a la circunstancia, al simple estímulo. La sonrisa está más asociada a la divinidad. Es apolínea, por eso los dioses y los hombres santos ríen muy poco o nunca ríen. Las primitivas representaciones del rostro de Jesús, en los primeros siglos de la cristiandad, plasman el rostro frontal de un hombre adusto; inexpresivo, tal como lo registran las pinturas bizantinas. Nunca está sonriendo. Será hasta bien entrada la Edad Media cuando aparezca el Jesús de la sonrisa benévola y se acrecentará más en el Renacimiento con la transvalorización del cristianismo. Las deidades del Mundo Antiguo no sonríen porque los dioses no son como nosotros, y cuando los dioses sonríen la humanidad sufre.
Octavio Paz advierte que “a medida que se amplía la esfera del trabajo, se reduce la de la risa. Hacerse hombre es aprender a trabajar, volverse serio y formal”. Cuando la risa motivada por la felicidad se reduce, aparece la risa del dolor, la ironía, la burla como un acto de venganza, como recurso contra la infelicidad que produce el trabajo. También de dolor se ríe. Sólo los borrachos y los que no trabajan, aparentemente son felices.
En las sociedades modernas donde el trabajo se precia como el principal valor de utilidad pública. El trabajo libera al hombre, dice el eslogan comercial, los que no trabajan ven reducido su valor como seres humanos y en consecuencia son objeto de la humillación pública. La sorna es empleada así como una herramienta de venganza contra aquellos que no son de utilidad práctica para su comunidad.
A este ámbito, pertenece la risa política. Para las sociedades manufactureras, la política no es considerada como trabajo, ni mucho menos como oficio digno. Para la plebe, un político es un haragán que busca enriquecerse sin trabajar, paradójicamente, empleando el poder que le confiere la propia comunidad que lo estigmatiza.
La risa en la política tiene así una cualidad bifronte. Es empleada lo mismo por los practicantes para seducir a la plebe que por la plebe para vengarse de los políticos. Es palindrómica por su capacidad de permutación lúdica. La risa puede alterar su intencionalidad sobre una misma cosa en el momento mismo en que se ríe. Puede pasar de la sonrisa maliciosa a la carcajada celebratoria y violenta. La risa es un demonio, decían los clérigos antiguos, porque muestra la torvedad humana sin recato.
La risa política como la conocemos hoy, es en realidad un invento relativamente moderno. Se la debemos a los ingleses qué, además de inventar la política moderna, pasaban mucho tiempo burlándose de quienes la practicaban. “Cuanto más escandalosa y vibrante era la política, más maliciosa era la burla”. Asegura Alexander Rose, en un bien documentado ensayo sobre este tema.
Sin embargo, la sátira política es mucho más vieja que el concepto de caricatura política inaugurada por los ingleses. Durante el reinado del emperador Marco Aurelio, en el año 167, un hombre llamado Luciano de Samósata, recorrió el mediterráneo dando conferencias y leyendo en público. Es uno de los mayores genios satíricos de la Literatura Universal. Se burla con crueldad por la inelegancia, la hinchazón, la tosquedad o la indignidad de lo atacado, y por detrás de su sátira hay un escepticismo absoluto.
En los tiempos de Luciano no existían los políticos como los conocemos hoy. En ese tiempo había otra clase de parásitos sociales cuasi equivalentes, a los que este sirio odiaba. El mundo de Luciano está repleto de charlatanes y embaucadores, las personas son engañadas de continuo. Los charlatanes y embaucadores de Luciano, encarnan en los tiempos actuales la figura del político y del gobernante déspota.
Armado de una potente ironía, este filósofo cínico emprende una cruzada contra la credulidad de la gente. Lo mismo critica a historiadores como Heródoto “por su tendencia a narrar lo maravilloso sacrificando la verdad”; que las costumbres religiosas absurdas. Su pluma desacredita y se burla por igual de la religión pagana que de la cristiana en ascenso. Luciano se constituye en algo así como el Voltaire del mundo antiguo, como lo denominó Engels.
Luciano fustiga y se burla de los mentirosos, de los timadores, de los que se hacen pasar por lo que no son. Son éstos un subgrupo social que no trabaja, que vive a expensas de la ignorancia de los otros. Le fastidia que con su palabrería y fruslerías engañen al pueblo, por eso no sólo los reprueba sino que los odia. En su obra El pescador, se definió a sí mismo en estos términos: “Odio a los impostores, pícaros, embusteros y soberbios y a toda la raza de los malvados, que son innumerables, como sabes... Pero conozco también a la perfección el arte contrario a éste, o sea, el que tiene por móvil el amor: amo la belleza, la verdad, la sencillez y cuanto merece ser amado. Sin embargo, hacia muy pocos debo poner en práctica tal arte, mientras que debo ejercer para con muchos el opuesto. Corro así el riesgo de ir olvidando uno por falta de ejercicio y de ir conociendo demasiado bien el otro”.
La crítica de Luciano contra las costumbres y los simuladores de su tiempo, expresa una risilla cínica, intelectual, es ironía pura. Sus herramientas son la parodia, la comparación, la metáfora, la elipsis. Luciano se burla y exhibe a los timadores, no por simple indignación o frustración como ocurrirá con la burla política posterior, donde la argumentación intelectual será sustituida por la simple caricaturización social que busca herir en lo individual. La cruzada del cínico de Samósata, es contra la ignorancia. Busca enseñar y liberar, para hacerlo recurre a la risa satírica cuyo objeto no es el humor en sí mismo, sino un ataque a una realidad que desaprueba el autor, usando para este cometido el arma de la inteligencia. A diferencia de Luciano, cuyo recurso era la argumentación cínica, los artistas y escritores posteriores se concentrarán en la escatología y en exagerar de manera grotesca la apariencia personal de los políticos y enlodar su manera de ser como un acto de venganza.
Alexander Rose, dice que “cuando uno observa una caricatura típica del siglo XVIII, aun desde la vulgaridad de nuestra época, queda horrorizado de ver el gusto que sentían los artistas al representar a los grandes políticos defecando, orinando, fornicando, siendo destripados o sufriendo de flatulencia…”.
La risa política actual es un acto vulgarizado que ha perdido el brillo del antiguo arte de la ironía. Con una inteligencia en retroceso, los críticos de la política y los políticos se contentan con reproducir gastados lugares comunes que “tienden a reducir a los políticos a una esencia irreductible, un cliché o un lema”. A esta pobreza de pensamiento y de creatividad se debe que muchos caricaturistas recurran al catálogo de estereotipos creados y se preocupen muy poco por pensar nuevas formas de codificar la realidad criticada. Para muchos, un político es un individuo gordo y torpe, con traje ridículo y grandes lentes negros que fuma puro y trae maletas llenas de dinero. Para otros, es un burro flaco o gordo de grandes orejas pero sordo. Unos más, lo ven como un payaso grotesco y no son poco quienes los asocian con Pinocho. Como sea, el imaginario social relaciona la imagen del político a la mentira, el embuste, la soberbia, la corrupción, el abuso de poder, la ostentación y el robo. Como vemos, todas son conductas odiadas por Luciano de Samósata.
En México, la imagen estereotipada del político es Don Perpetuo del Rosal, instituida por Eduardo del Río (Rius), en su obra Los Supermachos. Al mismo tiempo que genera la figura del político cacique, también instituye el cliché icónico del pueblo jodido en la figura del indio renegado Calzonzin. Los Supermachos trata las incongruencias de una Revolución Mexicana hecha por y para el pueblo, pero que acabó en manos de unos cuantos caciques como Don Perpetuo, notable miembro del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y jefe de un cuerpo administrativo altamente corrupto que funciona a base de “la mordida”, que es otro de los temas clásicos de Los Supermachos, así como simulación y el abuso de poder.
La política, aunque parezca, no es cosa de risa. La risa política entraña la tragedia de quien se ríe de ella. Aquél que dice que la política es cosa de risa, ignora lo que dice. La burla hacia los políticos no es tanto porque sean corruptos, porque corrupto también es el comerciante, el empresario, el cura y el banquero que expolia a plena vista “al sufrido pueblo”; el rechazo y la burla contra el político se debe más bien a su condición de impostores, pícaros, embusteros y soberbios. A la gente le resulta indigno y repugnante que individuos que en apariencia no trabajan, logren mayores ganancias que la gente que tiene un oficio útil en la sociedad. Lo que la gente reprueba, más que la corrupción, como ya lo hacía Luciano a mediados del Siglo Segundo, es la mentira, el engaño de los políticos que con base en la ilusión retórica de la política logran timar una y otra vez a la gente.
Al engañado no le queda más remedio que burlarse y reírse de su desgracia. La imagen que mejor podría describir esta condición, es la de Pepe El Toro, que al mismo tiempo llora y ríe de su tragedia. La risa política es un acto de negación de la realidad. Es un intento de fuga hiriente, pero intento, la tragedia sigue porque la política nos ha hecho escépticos, y más que una función para la libertad, percibimos a la política y a los políticos como un peligro. Tiene razón Kiko cuando responde: “no joda, no soy imbécil para reírme de la política”.