Moisés Sánchez Limón/ Comparto con ustedes el primer capítulo de mi novela. Vale.
El día que ella lo dejó solo en el asiento trasero del automóvil ejecutivo y prefirió ir de copiloto, él entendió que soltaba su mano y caminaría independiente. Había llegado el momento en que le demostraba hastío e incomodidad.
No le gustaba que la vieran con él y menos de la mano, como en aquellos días cuando se fueron de pinta a Santa Cruz, por los rumbos de Querétaro y durmieron juntos, toda una noche, por primera vez.
Nunca se dio cuenta que todos los escritos estaban inspirados en ella; frecuentemente se los dedicaba.
Nunca leyó sus escritos. Dijo amarlo pero fue demagogia amorosa. Lo escuchaba mas nunca lo entendió. Lo engañó con el olvido permanente; si hubo un amante, fue cauta, sin brizna del desvío de sus improntas carnales. Lo escuchaba sin escucharlo. Nunca leyó sus textos.
¿Por qué aceptó vivir con él?
La primera vez que se desnudó frente a él fue en Santa Cruz, en una casa particular, no en el cuarto de un hotel como ocurría en esos tiempos de amores de brecha.
Se entregó, ¿por qué se entregó?, fue mecánicamente, sin lujuria; juró aprender a amarlo. Demagogia, simulación, promesa de la siempre amorosa prontitud de soñar sin soñar. Y nunca leyó su mirada ni entendió que la amaba de una forma especial, aunque le dijo que le gustaba la poesía.
Cuando decidió caminar en senda propia, ya había aprendido lo necesario para no sucumbir a las propuestas de recomendaciones políticas que por singular antonomasia terminan en el cuarto de un hotel de paso. Y lo abandonó a su suerte sin leer sus textos; menos las dedicatorias.
--¿Sabes? No me gustan los poemas, se me hacen tan cursis, no me gustan. No sé qué le encuentren a “eso”—le diría tiempo después. Él, la había amado con la poesía de Sabines.
II
La voz melosa e impersonal, con cadencia harto conocida que mentía sin rubor se escuchó al otro lado de la línea.
--Disculpe licenciado por hacerlo esperar. Ya no alcancé a mi jefe…
--No se preocupe, señorita, no se preocupe. Entiendo. Su jefe camina muy de prisa y suele ganarle al elevador. Mañana llamaré…
--Sí, licenciado. De cualquier manera le reporto su llamada, aunque yo creo que será hasta mañana porque hoy no volverá. De la comida se va a una junta convocada en Los Pinos por el señor Presidente. Y ya ve usted, esas reuniones siempre se alargan…
--Sí, sí, señorita. Lo entiendo. Gracias. Colgó y sonrió. Había abandonado la batalla por lograr que las secretarias y los ayudantes de los políticos le aplicaran el grado de licenciado. Una muletilla usada por quién sabe qué razones. En fin.
Volvió la mirada hacia las cuartillas de papel reciclado esparcidas sobre su viejo escritorio comprado en un bazar del Barrio de Los Sapos en el centro de Puebla, cerca de la Plaza de Armas. La máquina Remingnton estaba jubilada desde hacía años, apenas y soportó la competencia de la primera computadora de escritorio que llegó a iluminar ese pequeño espacio con dizque modernidad.
Suspiró profundamente. No fumaba desde hacía años pero en ese momento se le antojó un Delicado sin filtro. Suspiró y se quitó los lentes bifocales con armazón de oro de 18 kilates, esos lujos que ya no podía darse porque –palpó la cartera de piel de cocodrilo—los dineros comenzaban a agotársele. Por eso le urgía un trabajo, una asesoría.
Los jugosos embutes, las mesadas que le entregaban en varias dependencias federales habían desaparecido en la caída libre de la fama y la influencia cuando perdió el apellido y dejó de ser el influyente reportero de Televisa, de El Universal, de Novedades y, al final del ciclo de las grandes ligas, de La Crónica, con fugaz estancia en Excélsior.
--¡Vaya tiempos!--dijo en susurro, en confianza al acompañante invisible que desde hacía rato lo visitaba a cualquier hora de sus soledades que eran muchas. Fantasma necesario, como el otro yo, el vecino del espejo, medicina contra el monólogo que acompaña a los visos de la demencia senil.
Y recordó con preocupación severa la conversación con los colegas, un sábado que fue a comer a Casa Camacho. Uno de ellos contó de aquel viejo reportero que fue arrumbado en un asilo de ancianos y el Alzheimer lo sorprendió un día que reaccionó tirado en el piso. Llevaba horas tendido. Había olvidado cómo levantarse.
Ese viejo periodista integrante que fue de la camada de las Vacas Sagradas del periodismo mexicano, ciudadanos que quisieron ser licenciados, médicos, químicos, economistas, contadores públicos y hasta sacerdotes que un día se dieron cuenta que era más fácil aporrear a la máquina de escribir y hacerse de influencia entre la familia revolucionaria.
Vaca Sagrada que se había hecho millonario con las concesiones de desmonte del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización que la dizque modernidad transformó en Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos para luego caer en esa larga denominación que sonaba a rollo de campaña: Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación. ¡Uf!
Comercializar la madera preciosa de la selva chiapaneca no era traficar porque se desmontaba con todas las de la ley para tender las carreteras que, el progreso invocado por el presidente Miguel Alemán, necesitaba México para entrar a la modernidad.
Vaca Sagrada de aquel año de la revuelta estudiantil, días de oprobio, de complicidades y censuras. Le remordía la conciencia, sí, le remordía la complicidad que asumió para descalificar a los estudiantes llamándolos terroristas al servicio del comunismo. En ese programa de televisión del que era la estrella principal en el horario triple A, escupió mentiras, infamias, creó campañas de desprestigio que desbarrancaron carreras políticas y destruyeron familias.
¿Cuántos muertos hubo el 2 de octubre de 1968? Los periódicos hablaron de cifras ridículas; el tiempo los instaló en toda su extensión de docilidad al régimen, la mano dura de Gustavo Díaz Ordaz y de aquel funcionario que desde las cañerías de la Secretaría de Gobernación había sido cómplice de la represión que repetiría la dosis, ya Presidente de México, el jueves 10 de junio de 1971 con el ataque de Los Halcones a la marcha estudiantil en linderos del Casco de Santo Tomás. Luis Echeverría Álvarez.
Cínico y soberbio, duro y fiel a su estatura de dictadorzuelo, Díaz Ordaz empero se plantó frente al Congreso de la Unión y asumió la responsabilidad de lo ocurrido el 2 de octubre en Tlaltelolco; Luis Echeverría Álvarez optó por cooptar estudiantes rebeldes, pensadores de izquierda, activistas. Los mandó becados al extranjero. Italia, Francia… Y despidió al jefe del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez. Populista empinó al país en la pendiente de la crisis económica y devaluó al peso y al país instalándolo en el Tercer Mundo del que quiso ser líder y repartió dólares de la reserva nacional entre políticos y periodistas de todo el mundo en busca de apoyo a su candidatura a la Secretaría General de la Organización de las Naciones Unidas.
Y las Vacas Sagradas de esos días recibieron el beneficio que conlleva hacer mutis, hacerse de la vista gorda, mentir en artículos, cambiar cifras y declaraciones en las notas, descalificar en los reportajes, escupir ignominia en los micrófonos, en vivo y en directo. Planas de publicidad y sobres lacrados con miles de pesos, de esos pesos, para apelmazar las teclas.
El siete de junio había pasado con todas las de la ley, con el cliché del Día de la Libertad de Prensa. Pero no fue obstáculo para que el presidente Echeverría agasajara a los reporteros de la fuente presidencial con una comida de agradecimiento a la que siguió una maratónica conferencia de prensa en la que, como en el 2 de octubre de 1968, su gobierno encontró evidencias de la existencia de agitadores profesionales de corte comunista, aunque no vinculados a los grupos guerrilleros de cuya existencia dudaba, aunque los asaltos bancarios tenían el sello ajeno a los delincuentes. Dinero para la causa.
--¿Será ese mi fin? ¿Se me olvidará comer?—se preguntó y cerró los ojos. Comenzó a llorar en silencio; las lágrimas le escurrieron libremente, moqueó y en la garganta sintió la presión del grito. Pujó y aguantó vara.
Se le había vuelto un hábito pasear la mirada por la síntesis informativa. Lo mismo, las mismas famas, las mismas caras, los mismos discursos, las mismas poses, los mismos políticos reciclados, las mismas actitudes. Todo cambia para seguir igual. El gatopardo.
Mientras recorría las primeras planas de los diarios en la pantalla de esa computadora, lap top obsequio de un senador de Nayarit, que gustaba de las menciones en columnas políticas, se aflojó la corbata color sufrimiento y la desanudó; se desabotonó la camisa de algodón, blanca y con posibilidades de sobrevivir unos meses más. Cuando tocó al cinturón de piel se percató que ya había llegado al último agujero y la hebilla bailaba. El pantalón fruncido a la cintura, le sobraba una talla, lo que no se notaba en el saco. Traje gris, camisa blanca y corbata color sufrimiento, porque el rojo no es amor, es calvario, es herida en el alma y en medio del pecho.
--¡Total! Qué más da –masculló con desdén y colgó el traje y la camisa y la corbata perfectamente en disciplina con sus líneas de planchado.
Se había levantado temprano y se atildó. Confiaba en que el Director General de Comunicación Social de la Secretaría de Gobernación lo recibiría. ¡Caray!, cómo se iba a negar si era su amigo; siempre que lo encontraba en los comederos políticos le dispensaba un abrazo fuerte, de amigos, y le repetía con la mano estrechada, firme, “recuerda que eres mi amigo y cuando necesites algo, no dudes en pedirlo. Mi oficina está permanentemente abierta para ti, mi amigo. Tienes mis números telefónicos, el celular personal, háblame, amigo”.
Le llamó el viernes anterior, al celular. Su amigo, el funcionario que nunca había pisado la redacción de un periódico ni de una televisora y menos de la más humilde estación de radio, pero que hoy era Director de Comunicación Social ni más ni menos que de la Secretaría de Gobernación, no le contestó. Fue un ayudante quien le respondió familiarmente:
--Licenciado, qué gusto saludarlo. Fíjese que mi jefe me dejó el celular porque entró a una reunión con el señor secretario. Búsquelo el lunes en la oficina, háblele a la secretaria para que le dé cita. Le informo a mi jefe que llamó usted.
--Por favor, dígale que me devuelva la llamada, no le quitaré el tiempo…--replicó al ayudante que tenía bien aprendido el guión:
--Claro, claro licenciado. Le doy su mensaje a mi jefe, pero mejor búsquelo el lunes; él lo aprecia mucho, presume de su amistad, seguro que le da cita. No se preocupe, licenciado, le doy su mensaje.
Colgó.