“Quiero esperar que el mundo vuelva a cotas más normales.
Que pueda ver las flores, ver los mares. Que no se hable más de dictaduras. Y
que tendremos aun vida para amar. La primavera, en tanto, tarda en llegar.”
Mercedes Sosa-Franco Battiato
El pasado 27 de julio, el
presidente Peña Nieto tuvo que reconocer que “es
evidente que la política social no ha sido suficiente”, y enseguida
matizó: “sí para contener el incremento
de la pobreza, sí para evitar que ésta creciera, pero hoy tenemos que focalizar
mayores esfuerzos para reducir los niveles de pobreza.”
Estoy
totalmente de acuerdo con la primera afirmación de Peña Nieto, la política
social no ha sido suficiente para revertir la pobreza; tengo mis dudas en
cuanto a que haya podido contenerla, evitar que ésta creciera y sobre todo
discrepo de su afirmación de que basta “focalizar
mayores esfuerzos para reducir los niveles de pobreza” y de que “algo
fundamental para realmente asegurar condiciones de mayor calidad para una
sociedad es el dinamismo de nuestra economía.” Como dijo más adelante en su
discurso.
Queremos
entender que cuando Peña
Nieto se refiere a focalizar mayores esfuerzos para reducir los
niveles de pobreza, está hablando de concentrar mayores esfuerzos
institucionales para el combate a la pobreza y no sólo de concentrar la acción
gubernamental en abatir los indicadores de marginación social que, entre otros
indicadores, sirven para visibilizar y medir la pobreza.
Esto
último se viene haciendo desde hace 15 años, desde el año 2000, con pésimos
resultados porque se basa en una inexistente coordinación interinstitucional
que no se da ni puede darse porque cada chango anda colgado de su mecate,
porque cada dependencia o entidad pública ejerce los recursos que se le asignan
para el combate a la pobreza como mejor le parece y todavía no hay poder divino
ni mucho menos gubernamental que los obligue a focalizar la inversión, a
dirigirla, a concentrarla, a orientarla de veras a abatir los indicadores de
marginación social que les ha tocado.
Si de concentrar mayores esfuerzos
institucionales se trata, desde 1973 cuando se autorizó al IMSS para extender su acción a
grupos de población sin capacidad contributiva, en condiciones de pobreza y
marginación extremas, a cambio de una contraprestación
mediante aportaciones
en efectivo, o bien, con trabajos personales en favor de sus propias
comunidades, se abrió el ciclo de las acciones gubernamentales para contener,
abatir y revertir la pobreza.
Después
vino, en 1977, el Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR)
ya como parte de una política integral para atender la pobreza, el cual
desaparece en 1983 en función de la llamada federalización de los años
1982-1984, que en realidad fue una descentralización de funciones, programas y
recursos que se transfirieron atropelladamente a los estados y que las
camarillas gobernantes locales recibieron primero con temor y después con
alborozo porque fueron y siguen siendo su principal fuente de enriquecimiento
ilícito.
Con la
creación del Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL) en el periodo
1988-1994, el gobierno federal, y con él los de los estados, retornan a una
política de combate a la pobreza extrema en todo el país. Ahora se supone que
la Secretaría de Desarrollo Social, es la que coordina este esfuerzo.
Según
el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), actualmente existen en
todo el país 5, 904 programas y acciones de desarrollo social; de ellas 233
son federales, 3,788 son estatales y 1,
883 son municipales.
¿Son
muchos o son pocos? Depende de cómo la vea Peña Nieto. Para mí que no sabe ni
qué hacer, ni pa’ dónde darle; porque le busque donde le busque la política
social es un verdadero y total fracaso en cuanto al combate a la pobreza.
Peña
Nieto intenta encontrar una salida al embrollo en que ha metido a su gobierno
este reconocido fracaso y adelanta, como ya dijimos arriba, que “algo fundamental para realmente asegurar condiciones de
mayor calidad para una sociedad es el dinamismo de nuestra economía.”
¿De qué habla Peña Nieto? ¿De
crecimiento económico? Como quiera sea el país ha crecido, aunque sea poco, en
los últimos 33 años y si bien no ha tenido un crecimiento sostenido ni
porcentualmente importante, eso está íntimamente vinculado el hecho de que
paulatinamente se nos ha venido empobreciendo desde entonces a los mexicanos y
concentrando la riqueza en unos pocos.
La población del país también ha crecido
y con ella el número de contribuyentes. Lo único que no ha cambiado en estas
tres décadas es el sucesivo y grave empobrecimiento al que deliberadamente se nos
ha sometido a los mexicanos.
¿De qué hablamos? De
1982 a 1991 el salario mínimo creció de $280 a $13, 330 pesos, por una
terrible y galopante inflación en la que los salarios perdieron casi la mitad
de su poder compra. En ese mismo periodo la clase media fue prácticamente pulverizada
y forzada a conocer el más vil empobrecimiento.
De acuerdo con los datos del CONEVAL,
todavía en junio de 1993, cuando el salario mínimo era de $14.27
pesos diarios (se le quitaron tres ceros al peso) y de $428.10
pesos el salario mínimo mensual, el trabajador podía con $186.15
pesos comprar la canasta alimentaria y con otros $ 220.30 pesos adquirir la
canasta no alimentaria, en total $ 406.45 pesos mensuales, es decir necesitaba
el 95% de un salario mínimo para ser admitido dentro de la línea de bienestar, o de lo que pomposamente llaman pobreza moderada.
Actualmente, en junio de 2015, el salario
mínimo diario es de $70.10 pesos y el mensual de $2103.00
pesos, pero
ahora el trabajador necesita $2, 594.83 para comprar la
canasta alimentaria ($1,281.05
pesos) y la no alimentaria ($1.313.78 pesos), es decir necesita 1.23
salarios mínimos para ser pobre moderado.
En otras palabras, en los
últimos 23 años los salarios han perdido el 28% de su poder adquisitivo.
Pero más grave aún es cómo
ha disminuido la participación del trabajo en la riqueza generada anualmente en
el país (el producto interno bruto), al pasar del 38 al 27% en el periodo
1981-2012, mientras que en el mismo periodo la parte del capital aumentó del 62
al 73%.
Así, en los últimos
31 años el trabajo ha perdido 11 puntos porcentuales en la distribución de la
riqueza, según confirma el informe “Desigualdad extrema en México”
presentado por la organización Oxfam en este año 2015.
Pero todavía mucho más
grave es que los 442 monopolios que agrupan a 7,800 empresas del millón 700 mil
que existen en el país, no pagan virtualmente impuestos, por los grandes
privilegios fiscales de que gozan, entre ellos el del diferimiento fiscal, es
decir de la facultad concedida por el estado de autoprestarse de manera
prácticamente permanente los impuestos que debieran pagar al país.
Privilegios fiscales que
lo único que han propiciado es que México tenga 16 de los grandes multimillonarios
del mundo −personas con fortunas mayores a los mil millones de dólares− en
medio del océano de pobreza en la que están hundidos más de 88 millones de mexicanas
y mexicanos, de acuerdo a los datos insuficientemente explicados por el CONEVAL.
Todo esto, quiéralo o no
Peña Nieto, ha llevado al país a la grave situación económica que se avizora
por el imparable desplome de los precios del petróleo.
Urge un golpe de timón que favorezca
un desarrollo económico compartido, que le dé prosperidad y estabilidad social
perdurable al país.
No se trata de cambiar de parámetro
ni de sistema. Pero sí de hacer ajustes al modelo económico imperante, lo cual
es perfectamente posible en el marco de nuestras democracias y en un país que,
como el nuestro, tiene una amplia frontera con la principal potencia mundial.
A los norteamericanos también les
conviene un vecino próspero y estable.
Necesitamos recuperar el
financiamiento para el desarrollo equivocadamente concesionado a los pocos multimillonarios,
que no lo están usando en beneficio de la Nación.
México necesita esos
recursos para financiar y reducir la onerosa y asfixiante carga fiscal a las
micro, pequeñas, medianas y a las grandes empresas no monopólicas, que son las
que realmente están dando empleo a casi el 90% de las mexicanas y mexicanos y las
que pagan, la gran mayoría de ellas, salarios superiores al mínimo.
Hay que empezar el
aumento gradual pero sostenido de los salarios para irnos acercando a los que
pagan nuestros socios comerciales de Norteamérica, de la misma manera que se han
venido alineando los precios de los productos y servicios en nuestros países.
Debemos combinar mejor
nuestra economía de exportación con la ampliación de nuestro mercado interno y
la reconversión de la economía campesina y popular; hay que promover y apoyar
proyectos productivos exitosos y autosostenidos en el campo y en las ciudades.
Hay que reconstruir los
servicios públicos de educación y salud, con la más amplia participación de los
trabajadores de estos dos sectores, en lugar de seguir empeñados en cumplirle
el capricho a la troika de que estos servicios se desincorporen del estado para
que los preste el sector privado. Todavía estamos a tiempo de frenar y echar
atrás este compromiso.
Y lo fundamental, hay que
tener elecciones limpias y confiables, antes de que se despierte el México
bronco. Los conflictos se desactivan y reencauzan con democracia simple y llana,
haciendo lo que decidan las mayorías sin pisotear ni excluir a las minorías. No
hay de otra.
2 de agosto de 2015.