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El Papa preside una audiencia en San Pedro mientras dos obispos conversan a su espalda. /ALESSANDRA BENEDETTI
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Benedicto XVI abandona ante su incapacidad para seguir luchando contra los ‘cuervos’ El Pontífice desea dejar paso a un sucesor con fuerza para cortar los escándalo Benedicto XVI renuncia agotado por las intrigas y la edad El Vaticano asegura que el Papa no renuncia por enfermedad
Unas
semanas después de regresar de su viaje a Cuba y México, en marzo de
2012, durante sus vacaciones en Castel Gandolfo, Joseph Ratzinger se
asomó a un pozo muy oscuro que solo sus ojos estaban autorizados a ver.
Un informe, elaborado por tres cardenales octogenarios, sobre la masiva
fuga de documentos secretos que sacudió al Vaticano y que solo cesó tras
la detención de Paolo Gabriele, el ayudante de cámara de Benedicto XVI.
No se trataba de una componenda para cerrar el caso, sino de una
investigación, llena de nombres y datos, sobre los protagonistas de las guerras de poder que desde hace años se vienen sucediendo en el Vaticano y de las que el llamado caso Vatileaks no era más que su escandalosa consecuencia.
Al
cerrar el informe, Joseph Ratzinger ya tenía todos los datos. A los
ángeles caídos se les puede combatir con la oración y el buen ejemplo,
pero contra los príncipes de la Iglesia es más aconsejable una espada de
acero templado y un brazo capaz de empuñarla. Y él ya no tenía fuerzas.
Dicen que fue por aquella época cuando Benedicto XVI —un hombre tímido,
incapaz de la confrontación directa, pero profundo conocedor de las
intrigas vaticanas— decidió marcharse.
En
la mañana de ayer, los quioscos de Roma dejaban claro que, además de la
sorpresa, la prensa italiana e internacional resaltaba la coherencia de
la decisión de Benedicto XVI. Su sinceridad al reconocer su cansancio,
pedir perdón y marcharse. En una cafetería del Borgo Pío, el barrio de
calles estrechas contiguo al Vaticano, un diplomático acreditado ante la
Santa Sede pone la atención sobre un aspecto que no deja de ser
llamativo: "Si se fija, prácticamente todos los diarios, cada uno con
su estilo, dibujan al Papa como una víctima de las luchas de poder el
Vaticano. Hace unos meses, o incluso unos años, quienes abordaban el
asunto del desgobierno en la Iglesia lo hacían culpando a Ratzinger, a
su falta de carácter, a su equivocada manera de elegir a los
colaboradores. Está feo utilizar esta palabra refiriéndose a un papa,
pero se podría decir que, con su renuncia, Joseph Ratzinger ha ejecutado
la venganza perfecta. Él se va, pero con él caen todos los que le
amargaron el papado e hicieron ingobernable el Vaticano".
Media
hora después, en la sede romana de una congregación religiosa con
fuerte arraigo en España, un prelado sonríe con la interpretación: "Es
algo malvada, propia de un no creyente, inadecuada en un momento que lo
único que hay que hacer es acompañar al Santo Padre que se va y
prepararnos para recibir al Santo Padre que será elegido dentro de unos
días, pero debo decirte que no se aleja de la realidad". Una realidad
que, por su propio carácter, solo conoce Joseph Ratzinger y, tal vez, su
único hombre de confianza, su secretario personal desde 2003, monseñor
Georg Gänswein. La decisión de Benedicto XVI —que
quiso dejar muy claro que no era la enfermedad la que lo empujaba a la
renuncia, sino su falta de vigor espiritual para seguir manejando la
barca de Pedro— puede conducir también al desmontaje de un
organigrama de poder cada vez más alejado de las necesidades de los
católicos, pero que sigue satisfaciendo la voracidad de la Curia.
Cardenales
enfrentados entre sí, instituciones religiosas en pugna por obtener
privilegios, un secretario de Estado, Tarcisio Bertone, que hace mucho
tiempo perdió la confianza de un Papa que, para evitar la piedra de
escándalo de la sustitución, decidió sustituirse a sí mismo.
Por otra parte, el novelesco asunto de los cuervos —los topos, los traidores— dejó en un segundo plano otro suceso de mucha más importancia para entender que el Vaticano sigue siendo un Estado más oscuro que cualquier otro.
En septiembre de 2009, Ratzinger nombró al financiero Ettore Gotti
Tedeschi, próximo al Opus Dei y representante del Banco de Santander en
Italia desde 1992, presidente del Instituto para las Obras de Religión
(IOR), la banca del Vaticano. Según se dijo entonces, el nombramiento
suponía un golpe de autoridad de Benedicto XVI, el último intento de
poner en orden las finanzas de la Santa Sede, arrojar luz a lo que por
definición nunca la tuvo. No hay más que recordar al cardenal
estadounidense Paul Marcinkus y el escándalo del banco de Dios en los
años setenta y ochenta, cuyo colofón fueron los asesinatos de Roberto
Calvi, responsable de la quiebra del Banco Ambrosiano, y del banquero
mafioso Michele Sindona, pertenecientes ambos a la logia masónica P2.
Aquel septiembre de 2009, Gotti Tedeschi llegó al banco del Vaticano con
la intención de limpiarlo, pero antes de que se cumplieran tres años se
dio cuenta de que aquel trabajo era, efectivamente, muy peligroso.
Tanto
que, en la primavera de 2012, Gotti Tedeschi redactó un informe secreto
de todo lo que había visto en los últimos meses. Fue descubriendo que,
tras algunas cuentas cifradas, se escondía dinero sucio de "políticos,
intermediarios, constructores y altos funcionarios del Estado". Pero no
solo. Como sostiene la fiscalía de Trapani (Sicilia), también Matteo
Messina Denaro, el nuevo jefe de jefes de la Cosa Nostra, tendría su fortuna puesta a buen recaudo en el IOR
a través de hombres de paja. Dicen que fue entonces cuando Gotti
Tedeschi, quien se había tomado el encargo del Papa como una auténtica
misión,empezó a tener miedo. Un miedo que lo llevó a procurarse
una escolta y a elaborar, folio a folio, un expediente que solo vería la
luz si era asesinado. Un miedo que se acrecentó cuando, coincidiendo
con la detención de Paolo Gabriele por la difusión de documentos
secretos, Gotti Tedeschi fue destituido al frente del banco del
Vaticano. La operación de derribo al amigo del Papa, llevada a cabo por
los consejeros del banco y bajo el respaldo del secretario de Estado, monseñor Bertone,
incluía un "documento durísimo, que lo demolía moral y profesionalmente
al dar a entender que estaba involucrado en la fuga de documentos
robados al Papa", según explicó entonces Andrea Tornielli, un periodista
experto en asuntos del Vaticano. No se trataba, por tanto, de
deshacerse del amigo de Benedicto XVI. Se trataba de destruirlo. De ahí
que cuando, por otros motivos, agentes de los Carabinieri se presentaron
para practicar un registro en casa de Gotti Tedeschi, el financiero, ya
despedido, se llevó un susto de muerte. "Ah, sois policías", les dijo
aliviado, "creí que veníais a pegarme un tiro".
Los
dos escándalos, el del mayordomo infiel y el del banquero despedido, se
cerraron en falso. Paoletto recibió una condena simbólica y luego fue
indultado, pero en el juicio quedó claro que se trataba de un apaño. Los
silencios fueron más elocuentes que las palabras. También Gotti
Tedeschi aceptó su despido en silencio, "por amor al Papa", y cuando los
fiscales y los periodistas italianos intentaron indagar en el contenido
del informe secreto del banquero, una nota del Vaticano los mandó
callar. Y callaron, en un país donde los sumarios se airean en tiempo
real. Paoletto y Gotti Tedeschi solo son los personajes pintorescos de
una historia mucho más cruda, más oscura, la que vio el Papa en Castel
Ganfolfo cuando se asomó a la investigación de los cardenales
octogenarios.
Ese
es también el Vaticano que abandona Ratzinger. Una estructura de poder
tan anticuada, tan protegida de los cientos de millones de verdaderos
católicos por altísimos muros de soberbia, que se ha mostrado incapaz
durante décadas de escuchar, por ejemplo, el clamor contra la
pederastia, el llanto de las víctimas, la protección infame de los
culpables. El sucesor de Benedicto XVI ya sabe que para dirigir la barca
de Pedro no solo son necesarias "la oración y las buenas palabras",
sino también, o sobre todo, "el vigor tanto del cuerpo como del
espíritu". La dimisión de Ratzinger no se puede interpretar por tanto
como un acto de rendición. Sino como la única posibilidad de gritar de
un hombre que jamás levantó la voz.
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