“El parte…”
Señor Comisario:
Tan pronto como usted nos entregó al fulano, mi compadre
dijo: lo llevaremos ante la señora autoridad superior que se encuentra a dos días
de camino bien andado. Y yo, levantando el ala de mi sombrero, le dije: ¡sea
pues!
Agarramos paso muy temprano, de tal manera que, cuando
aparecieron los primeros rayos del sol, pasábamos cerca del pueblo de Santa
Elena, y de allí proseguimos rumbo a
Yolotla, y Nancintla,… Llevábamos bastimento para cuatro o cinco días de
camino. Avanzábamos por camino real y en veces por veredas siguiendo el cauce
del río. Como a las diez de la mañana, a
la altura de El Despeñadero, mi compadre, quien desde el principio jalaba la
bestia que cargaba al prisionero, detuvo su montura, y dijo: compadre, el
hombre quiere “calzonear”. Yo, desde el
puesto de vigía en la retaguardia, no pronuncié palabra alguna; permanecí mudo
como si no hubiese escuchado palabra alguna, él insistió y argumentó que no era
de cristianos dejar que se cagara en sus calzones. ¿Lo bajo de la mula?,
preguntó urgido como si él estuviera en aprieto corporal. Yo le dije: ¡bájelo,
pues! Compadre, repetía su cantaleta: el prisionero quiere que le suelte las
manos y pies para que se afloje la pretina y haga su necesidad como dios manda.
No dije sí tampoco no, sólo levanté el ala de mi sombre a manera de señal que
lueguito entendió. ¡Compadre!, otra vez
la voz de él: dice que lo dejemos que se aleje uno cuantos pasos de nosotros
para que no nos llegue la pestilencia de su porquería. Y, el hombre, luego de
vernos que nos quedamos callados, se retiró. Pero no conforme con alejarse diez
o veinte pasos, se fue más allá de lo necesario y empezó a correr entre las
piedras como si estuviera jugando a las escondidas con nosotros. Mi compadre gritó:
compadre, compadre, está juyendo, ¡se
nos pela el muy desgraciado, y dijo, poniendo cara de bobo, ¿le aviento un
plomazo? Entre que oí su pregunta y miraba que el fulano corría como alma que lleva el diablo, recordé que, cuantas veces lo habíamos entregado a las altas autoridades para que lo
juzgaran por sus fechoría, las mismas
veces lo habían soltado que dizque por falta de pruebas como si para ellos no
contaran los matados, los abusos, las violaciones y demás ladronerías cometidas
por él., y recordé que una y más veces había regresado envalentonado apara
cometer más arbitrariedades. En ese
cavilar estaba cuando otra vez oí la voz nerviosa de mi compadre. Yo no dije
palabra alguna, sólo agarré y bajé el
ala de mi sombre, y, en un cerrar de ojos, resonó la doble descarga de la
escopeta al tiempo que yo resollaba aire con sabor a pólvora quemada y escuchaba
el arguende de chachalacas, zanates, calandrias y urracas a lo largo y ancho de la barranca.
Después de un momento en el que mi compadre lucía pálido
y paralizado, escuché nuevamente su voz: ¿y ahora, compadre Romualdo, qué
hacemos? Y allí está que, antes que se enfriara, lo tapamos con piedras del río
para que no se los comieran los animales.
Por si quiere saber, todavía le dedicamos un rato de silencio y al terminar
dijimos que ojalá y dios lo tuviera amarrado en el infierno, cocinándolo a
fuego lento para que no regresara a perjudicarnos.
¿Y ahora qué hacemos?, otra vez… la voz nerviosa de mi
compadre Ambrosio quien, al no escuchar palabra alguna de mi boca, recargó su arma y montó su caballo tordillo.
Por eso estamos aquí, señor Comisario, para decirle a
usted y a los del pueblo que el fuereño. el que regresó y abusó de la niña Zenaida,
no fue entregado a las autoridades superiores como se nos encomendó. Y todo por
qué, porque cómo le dije, nos quería
engañar con eso de que iba a calzonear…
Por
Margarito López Ramírez