"El
arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido
de la vida todo lo demás".
-Ítalo
Calvino, escritor italiano-
La Hemingwrite: la máquina
de escribir del siglo XXI
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Claramente
sí se puede enseñar a trazar y enlazar letras para conformar palabras, pero la
pregunta es ¿se puede enseñar a hacer literatura?
Hay
quienes creen que es un camino personal e insondable, y por tanto una destreza
que no se puede transmitir. Así pareciera sugerirlo la humorada de W. Somerset
Maugham (1874-1965), narrador y dramaturgo inglés:
“Hay
tres reglas para escribir una novela. Lamentablemente, nadie sabe cuáles son”.
O
la ridiculización de Camilo José Cela en Café de artistas, donde el autor
parece reírse de las supuestas fórmulas fijas para producir literatura. En una
escena, le recomienda un editor a un autor:
“Y
si usted quiere le que encargue una novela, ya sabe: planteamiento, nudo y
desenlace. Verbigracia: una joven huérfana trabaja como una negra para poder
sacar adelante a sus once hermanitos, que también son huérfanos y están algo
delicados. Para darle mayores visos de realidad, podemos decir que trabaja en
el instituto nacional de previsión, en la sección de seguros para madres
lactantes. Bueno. La joven, que se llama, por ejemplo, Esmeralda de
Valle-Florido, o Graciela de Prado-Tierno, o algún otro nombre cualquiera, el
caso es que sea bello y simbólico, conoce un día, en una cafetería americana,
¡hay que ser modernos!, a un joven apuesto, de mirar profundo, que se llama,
por ejemplo, Carlos o Alberto. No se le ocurra ponerle Estanislao, comprenda
que no hace bien”.
Pero
más parecen ser quienes creen que sí se puede enseñar a escribir, y con ellos
están, naturalmente, todos los profesores de talleres literarios y todos los
autores de manuales sobre el tema. Y escritores célebres, como queda
explicitado en sendos catálogos de Juan Carlos Onetti y Augusto Monterroso (al
margen en destacados).
Esas
recomendaciones profesionales suelen reiterarse y giran en torno a la eficacia
de un buen inicio, como esta de Juan Bosch:
“Comenzar
bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad,
sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento.
Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné"
del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese
lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá
transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el
toque de su personalidad creadora. Ese oficio es necesario para el que cuenta
cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de
París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo”.
O
la ventaja de particularizar la narración de modo que los personajes, los
elementos, los hechos se vuelvan singulares:
“Si
te limitas a evocar una silla, evocas un concepto vago. Si dices que está
manchada de azafrán, de pronto la silla aparece, se vuelve visible”, sostenía
el escritor británico V. S. Naipaul.
Pero
a la vez con mesura en la caracterización de las cosas de modo de no emplear
palabras innecesarias. Decía Horacio Quiroga:
“No
adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un
sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él sólo tendrá un color
incomparable. Pero hay que hallarlo”.
Y
Alejo Carpentier, también en particular sobre los adjetivos:
“Cuando
el Dios del Génesis, luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a
la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen
grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético
desde que fueran pronunciadas por vez primera. (...) Así el refrán, frase que
expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi
siempre el adjetivo de sus cláusulas: 'Dime con quién andas...', 'Tanto va el
cántaro a la fuente...', 'El muerto al hoyo...', etc. Y es que, por instinto,
quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del
adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus
modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas. (...) Y la verdad
es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el
uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos,
simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y
ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia como por quien escribió
el Quijote”.
Pero
entre todos los consejos de escritores célebres, respecto de lo que más hay
coincidencia es acerca de la necesidad de constancia en el trabajo de escribir:
“El talento es algo bastante corriente. No escasea la inteligencia, sino la
constancia”, decía la Premio Nobel Doris Lessing. Y como ella muchos autores
(como Augusto Monterroso, Simone de Beauvoir y Francisco Umbral,
respectivamente) conscientes de que los frutos obtenidos han venido de la
siembra disciplinada:
"No
hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron,
al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de
constancia y convicción".