Ahora resulta (para algunos)
que puto no es un insulto y que si lo es, no tiene la menor importancia, como
diría Arturo de Córdova. Incluso, me dice un amigo que existe el derecho a
insultar. Que es una derivación natural de la libertad de expresión. Pues no.
Tampoco importa que la FIFA haya absuelto a México, pues no es un asunto que se
resuelva con sanciones. El famoso grito es un espejo de lo que somos y de lo
que creemos que estamos autorizados a hacer en aras del relajo.
No es cierto que la
violencia verbal sea anodina. Hace daño. Agrede. Y se usa precisamente para
eso: para denigrar, ofender, sobajar, discriminar. Negro, puto, indio, vieja,
pueden ser hasta términos cariñosos; pero suelen ser dagas para joder, para
humillar. Todos lo hemos hecho y quizá todos, en algún momento, lo resentimos.
Cuatro argumentos he leído
para justificar a la masa de gritones. El primero es increíble: decirle puto a
alguien no es un insulto. Se trata de pura y dura hipocresía, porque si no lo
fuera nadie lo gritaría. Porque, puto, no nos hagamos, se utiliza en México
para ofender a alguien que es o consideramos homosexual, como si esto último
fuera una afrenta. Y por extensión se lo aplicamos a los que suponemos
miedosos, traidores, pusilánimes, y agréguele usted. Es una injuria.
Otros, nos dicen, “es solo
un juego, y por ello, no hay que exagerar”. Por supuesto que los que gritan
puto se divierten, y para muchos de ellos es un esparcimiento; se sienten en un
recreo que les permite todo tipo de desahogos. El asunto no es si ellos están
jugando, sino lo que significa para los otros, los que reciben los dardos de
sus gracejadas. El tipo que le lanzó un plátano a Daniel Alves del Barcelona a
lo mejor estaba “jugando”… pero a costa de otro, al que equipara con un chango.
Y eso es racismo puro, como puto es parte del diccionario homofóbico.
Otros más lo justifican con
el argumento de que siempre ha sido así, que así es y así será. Que en los
campos de futbol los jugadores se insultan y que en las tribunas no puede ni
debe ser de otra manera. ¡Bonito razonamiento! Bajo esa premisa, pegarle a los
hijos para supuestamente educarlos, impedir que las mujeres ocupen cargos
públicos o acosar a los homosexuales diciéndoles maricones, jotos, putos, es
legítimo porque no lo inventamos nosotros sino que lo heredamos como producto
de una larga tradición. Que todos o la mayoría haga una cosa no la legitima.
Hasta hace unos años, la mayoría decía que un poquito de violencia aplicada a
la educación de los hijos no hacía mal, ya que era un recurso pedagógico. Creo,
sin embargo, que poco a poco, precisamente por la resistencia primero de una
minoría que paulatinamente se expandió, hoy por lo menos los golpes a los niños
tienen una menor legitimidad que en el pasado inmediato. Cuando no pocos comentaristas
y hasta la Federación Mexicana de Futbol salen a decir que puto es un grito
natural, que no es para tanto, expresan de inmejorable manera la forma en que
somos insensibles al daño que nuestros dichos infligen a los otros.
El otro argumento no fue más
que una coartada para evadir el tema. Dado que la FIFA -decían- ha decidido que
los próximos mundiales sean en Rusia y Qatar, países cuyos gobiernos persiguen
la homosexualidad, no tiene derecho a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga
en el propio. Es el viejo recurso de escurrir el bulto diciendo que hay otros
peores que uno, de tal suerte que no tienen autoridad para señalarnos. Sobra
decir que se puede y debe condenar una y la otra cosa. Curiosamente, los mismos
que no le reconocían calidad moral a la FIFA para juzgar, festejaron la
absolución.
Debemos volver al inicio y a
un cierto sentido común. No hay libertades absolutas por una simple y llana
razón: porque vivimos con otros. Y nuestras libertades tienen un límite: los
derechos de esos otros. Es la base de la convivencia medianamente civilizada.
Nadie tiene derecho a injuriar, difamar, ofender, al amparo de la libertad de
expresión.
Recordemos que la violencia
física se inicia normalmente con la violencia verbal. La masa anónima se cree
con derecho a insultar precisamente por ser masa. Es probable que la inmensa
mayoría de los que gritan no se atrevieran -por cobardía o por respeto- a
decirle puto al portero rival frente a frente. Pero en el anonimato todo se
vale. Total, somos todos y somos nadie.
Es una vergüenza que miles
de compatriotas se reúnan en un estadio para gritar puto. El aullido masivo es
una triste expresión… de lo que somos.