JUAN MANUEL MILLÁN |
Resulta
poco extraño enterarse que un gobierno arremete contra periodistas en el
ejercicio de su actividad, como ocurrió recientemente en Egipto, en donde el
gobierno de ese país condenó a 7 años de cárcel a 3 periodistas de la empresa
televisiva Al-Jazeera, supuestamente por estar relacionados con un grupo
terrorista, hechos que fueron reprobados por la jefa del Derechos Humanos de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU), Navi Pillay y el secretario de
Estado de los Estados Unidos, John Kerry.
Por
décadas, las protestas de periodistas casi siempre son enfocadas en contra de
los gobiernos represivos o de funcionarios intolerantes a la crítica objetiva.
Sin embargo, en México, cada vez son más los casos en los que la ciudadanía
arremete contra reporteros durante eventos públicos y protestas callejeras.
El
asunto podría tornarse cada vez más grave, cuando la agresión proviene de una
ciudadanía enardecida e intolerante, como recientemente ocurrió en Guerrero en
eventos en donde personajes de la sociedad civil han descalificado el trabajo
periodístico de algunos compañeros periodistas.
Durante
la marcha de protesta de las organizaciones civiles y religiosas que se
manifestaron a favor de la vida y en contra del aborto en Chilpancingo, desde
el templete se acusó públicamente a la reportera del periódico La Jornada,
Citlal Giles de publicar en su nota que el evento programado para el domingo 15
de junio se había cancelado.
A
los siguientes días, la reportera Mariana Labastida, del periódico El Sur, fue
señalada en una de las cartulinas de las personas que festejaron en el
Ayuntamiento de Acapulco, la detención del líder del CECOP, Marco Antonio
Suastegui, argumentando que: “los reporteros de El Sur defienden a Marco
Antonio Suastegui (Mariana Labastida) no está con el pueblo”.
Es
común que el lector desconoce muchas veces que el reportero es el portavoz
ciudadano que solamente recoge o alimenta de información al medio en el que
labora, y que la línea editorial o los intereses extra periodísticos de algunos
dueños, son ajenos a los dilemas propios del ejercicio de la profesión
periodística.
Incluso,
es importante decirlo, en algunas redacciones de los medios impresos, “hay
chaneques nocturnos” que modifican las notas en contra de la voluntad del
reportero.
Para
evitar esos enconos y darle su lugar al lector cuando no está de acuerdo con
alguna publicación, en varios países, incluso en México, se ha adoptado la
figura del defensor del lector; tema que es tocado año tras año en distintos
foros de periodistas, pero ningún medio en la entidad ha dado el paso para
tenerlo entre sus filas, como una especie de ombudsman.
La intolerancia mostrada por algunos
ciudadanos, específicamente en eventos multitudinarios como los anteriormente
mencionados, se podrían convertir en excesos si los propios medios no toman las
medidas, estableciendo códigos de ética o atendiendo directamente la inquietud
ciudadana.
Ante
ese tipo de expresiones, no es pidiéndole su intervención a la autoridad, de los tres órdenes de
gobierno, como se podrá garantizar la seguridad de los periodistas; aunque sí,
ante la amenaza de una posible agresión física.
A
quién se le podría ocurrir que la autoridad arrebate la cartulina que cuestiona
a Mariana Labastida, ni mucho menos tapándole la boca a la persona que a
micrófono abierto señaló a Citlal Giles. Ambas compañeras merecen nuestra
solidaridad, pero la autoridad no está para reprimir este tipo de expresiones
ni para normar los códigos de conducta de las redacciones.