I come to return these films, le dije en mi parco inglés a la mujer que estaba
atrás del mostrador. Para los últimos días de diciembre había ido a la
biblioteca a prestar unas películas y unos libros pero perdí el recibo donde
indicaba la fecha para devolverlos, no sabía si me había pasado y cuántos
días y mucho menos tenía noción de la multa por la demora, porque nunca
me había sucedido de entregarlos tarde.
Llegué y me paré en la línea de espera, cuando llegó
mi turno le dije a la mujer que me atendió que llegaba a devolver las películas
pero que no sabía si me había pasado de la fecha porque perdí el recibo. Pasó
una por una sobre un aparato parecido a una especie de scanner y
mientras lo hacía me decía alarmada, ¡te saldrá carísimo, te pasaste demasiados
días! Y así fue pasándolas y alarmándose hasta que terminó con la lista,
y con una cara de angustia me dijo: son ciento veintitrés dólares. Sentí como que
me lanzaron un guacalazo de agua fría sobre la cara. ¿Ciento veintitrés
dólares? Le pregunté de nuevo, incrédula. Hay que ver lo que significan cien
dólares para un indocumentado viviendo en Estados Unidos. En fracciones
de segundo pensé para mis adentros, ¿de dónde saco esa cantidad? Ella me enseñó
el monitor de la computadora y me explicó el precio por día de cada demora y sí
la cantidad era exacta.
Comencé a buscar en mi billetera, a registrar en
todas las bolsas, estaba segura de que no ajustaba esa cantidad, mientras
lo hacía la línea de espera crecía, ahí estaba yo en medio de una larga
fila de gringos, asiáticos y europeos que esperaban su turno. La presión
fue creciendo y yo no podía juntar la cantidad. Vaya pobreza la mía, pensé de
nuevo para mis adentros, desilusionada. Coloqué los primeros cuarenta dólares
sobre el mostrador mientras buscaba, logré ajustarlos con monedas y después de
haber desbaratado la billetera.
La mujer que me atendió de aproximadamente 75
años de edad, anglosajona y con el cabello totalmente blanco, contó el
dinero y me pidió que esperara un minuto y se dirigió con sus pasos cansados
hacia la oficina que estaba a un costado, después de unos minutos regresó, tomó
mis manos y las acarició suavemente y me dijo que le explicó a la directora de
la biblioteca la situación y ella le autorizó a que me cobrara solamente veinte
dólares de multa. Es demasiado dinero para perderlo en esto, me dijo en su
inglés perfecto. Inexplicablemente comencé a temblar e
inmediatamente sentí el sabor salado de mis lágrimas mojando mis labios, su
mirada era tan transparente, me vio directo a los ojos, las caricias de
sus manos tenían tanta seguridad, tanta experiencia, y su voz tanta
sabiduría. Solo he sentido algo parecido con las manos de mi abuela materna. Me
sentí débil, desabrigada, tan diminuta ante tanta candidez.
Comencé a tartamudear y apenas pude musitar en
mi parco inglés, Thank you, thank you so much y le solté las manos para irme, ella las detuvo y
las volvió a acariciar, “no debería decirte esto, pero te lo diré, eres la
única latina que viene a la biblioteca, llevo 15 años trabajando aquí y te
puede afirmar que eres la única latina que ha venido en todos estos años, por
favor no dejes de venir, toma los libros, las películas, todo el material que
necesites, a nosotros nos enorgullece verte por aquí”. Sus palabras me
desarmaron por completo, me despedí y comencé a caminar hacia la salida.
Con las manos aún temblando abrí la puerta del automóvil, me senté y me abracé
al timón y lloré desconsolada con todas las fuerzas de mi ser, era una
sensación agridulce, una especie de llanto contenido durante muchos años que
inexplicablemente sus palabras lograron sacar.
Conduje despacio sobre las calles mojadas, bajo una
lluvia de chipi chipi y la niebla espesa que derretía la nieve del
invierno estadounidense. Seguí llorando sin razón aparente, era un
llanto profundo, un llanto de cansancio, un llanto de incertidumbre, era
un llanto que al final se tornó de desahogo y que me dio la
sensación de alivio.
Agradecida constaté que sí es posible ese
mundo en el que creo, que sí es posible la utopía, que sí siguen existiendo
seres que hacen la diferencia en cualquier lugar, a todas horas, sin distinción
de ningún tipo. Fue eso lo que me hizo llorar seguramente, tan de
repente, la sorpresa de la actitud de aquella mujer anglo que se puso en
mis zapatos y que me instó a seguir aprendiendo. Yo enfrascada en mi
propio mundo que no tenía noción que en aquella biblioteca en suburbio
anglo supieran que yo existía. No soy invisible como lo he creído todo este
tiempo. No para la mujer anglo que me recordó que sí son posibles las utopías
en cualquier lugar del mundo. A su salú y a la de los soñadores incansables.
@ilkaolivacorado
14
de enero de 2016
Estados
Unidos