"Podría estar encerrado
en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito." Hamlet
La libertad, aunque sea
difícil de definir y mucho más difícil de alcanzar (algunos dirían que
imposible), es uno de los bienes más preciados de las sociedades modernas. La
capacidad de privar a un hombre o una mujer de ésta es uno de los principios
sobre el que el Estado ejerce su supuesta soberanía sobre el uso de la
violencia. Dice Foucault en Vigilar y castigar: “Se saben todos los
inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa cuando no es inútil. Y, no
obstante, no se ‘ve’ por qué reemplazarla. Es la detestable solución que no se
puede evitar”. Foucault publicó este libro en 1975 y desde entonces los sistemas
penitenciarios se han hecho quizá más peligrosos e inútiles sin que nuestros
sistemas judiciales hayan encontrado la manera de sustituir estos métodos de
“corrección” social. El encierro físico es uno de los estados más brutales a
los que se puede ver reducida la vida, aunque no implique necesariamente tener
una existencia sedentaria.
Es un lugar común decir que
la imaginación (y la lectura para el caso) involucran desplazamientos que no
pasan por el tránsito físico del cuerpo. El mayor de los lugares comunes en
este sentido son los sueños, pero no es el único. Hay otras formas de
desplazarse con la mente permaneciendo en el mismo sitio, incluso encerrado.
Para muestra están libros como Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de
Maistre, en el que el autor realiza un verdadero periplo a través de los
objetos que hay en el cuarto en el que ha sido confinado por autoridades
militares durante cuarenta y dos días por haberse batido en un duelo. Para
muestra está también la vida de Robert Walser, uno de los más grandes
escritores de la primera mitad del siglo XX que se refugia del mundo, en buena
medida para poder seguir escribiendo (viajando con la mente), en un sanatorio
mental. Sobre él Elias Canetti habría de escribir que “su experiencia con la
‘lucha por la existencia’ le lleva a la única esfera en que esa lucha no
existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna”.
Hay, sin embargo, dos tipos
de encierro que no implican el confinamiento físico pero que no por ello son
menos terribles: la locura y la depresión. La locura, en su estado más
acendrado, implica la total alienación de la realidad. Implica habitar un
universo donde uno está solo. En su libro Todos los perros son azules, el
escritor brasileño Rodrigo de Souza Leão novela los últimos años de su vida
(murió en un sanatorio mental) y le da vida a un protagonista que se entiende
más con su inseparable perro azul y sus amigos Rimbaud y Baudelaire que con el
resto de los seres materiales. En un instante “iluminado” durante una de sus
constantes diatribas existenciales, el narrador se da cuenta de que conoce las
claves de un lenguaje universal que hablan todos los seres vivos del planeta y
logra convencer a otros tantos alienados del mundo de unirse a su gran
movimiento reivindicador del lenguaje como una forma innata del ser humano: el
movimiento Todog (Godot invertido). A través de un lenguaje que no se puede
aprender (y que por lo pronto es único en cada persona), De Souza Leão hace una
analogía acerca de la locura: un lugar en el que nadie habla tu lengua, en el
que estás confinado y encerrado a merced de tus propias palabras y tus propios
pensamientos por siempre.
Un gran ejemplo para abordar
la otra forma de encierro mental que propongo (la depresión) es la reciente
novela gráfica que publicó la editorial Impedimenta: Virginia Woolf. Como su
nombre sugiere de manera poco esquiva, la obra cuenta los pasajes claves de la
vida de la escritora británica: una mujer con una sensibilidad y una
inteligencia superdotadas que nació en una época demasiado aprensiva para su
espíritu inquebrantable. La muerte de sus seres queridos (su madre primero, su
padre después, su hermano más adelante) la fue orillando a un mundo cada vez
más indescifrable. Ni siquiera la empresa editorial que fundó con su marido, el
escritor Leonard Woolf, o el éxito que comenzaron a tener sus libros le
parecían motivos suficientes para existir. Poco a poco el contacto con el mundo
se fue haciendo más y más distante hasta que un día decidió meterse a un río
con las bolsas de su suéter cargadas de piedras.
La libertad en sentido
físico es un bien que nos puede ser arrancado justa o injustamente. La libertad
mental es un espacio al que sólo podemos renunciar nosotros mismos (justificada
o injustificadamente) a través de nuestra incapacidad o nuestra falta de
voluntad para obviar que éste es un mundo que jamás podremos comprender a
cabalidad. +
Imagen: Pac Man Foucault