EL CABALLO
ZAPATISTA
Sonesito para cantar con mis
amigos
Letra y música de Isaías Alanís
Me dijo el general
que en esto de la toreada
más vale tener amigos
que monedas de oro y plata
Comentarios de Eduardo Isaias Gómez Ozuna, al libro
“El caballo Zapatista”, de Isaias Alanis, en Atoyac de Álvarez.
Historia y literatura
¿Cuánto sabemos
en realidad de ese ser tan familiar y a la vez tan mítico, como es el caballo?
Desde tiempos inmemoriales, el corcel ha acompañado al hombre, tanto en el
trabajo como en la guerra, la aventura, la juerga y las lides amorosas; de tal
suerte que ha llegado a ser considerado como el animal más influyente en la
historia de la humanidad. A lomo de caballo se han descubierto nuevas tierras y
se han ganado grandes guerras.
La mitología
griega nos ha proveído de la figura de El
Centauro: un ser mitad hombre, mitad corcel; que originalmente fue
utilizada para encarnar al ser salvaje, primitivo, contrario a la civilización.
Sin embargo, en la misma mitología griega se reconoce, desde el inicio, la
existencia de centauros buenos.
De hecho, al
lado de los grandes personajes de la historia antigua y algunos contemporáneos,
también figuran los nombres de los caballos que montaron. Alejandro Magno fue
acompañado durante su campaña en Asia por Bucéfalo,
a quien sólo él podía montar, y en su honor fundó una ciudad y mandó construir
una estatua. Julio César montó a Genitor,
el monstruo de las pezuñas deformes, con el cual cruzó el río Rubicón, para iniciar
la Guerra de las Galias; y Calígula, en el éxtasis de la locura, mandó investir
como integrante del Senado Romano a Incitatus,
su caballo
La literatura
también nos ha legado caballos famosos; Don Quijote realiza sus andanzas por La
Mancha a lomo de su fiel Rocinante y
el Cid Campeador tiene en Babieca a un
fiel compañero y testigo de sus infortunios.
La historia patria
A nuestros
antepasados indios la desgracia les llegó a lomo de corcel. De manera similar a
los antiguos griegos, pero en circunstancias muy distintas, también creyeron
ver en el jinete y su montura a un solo ser, fuerte y poderoso, contra el cual
era casi imposible luchar.
“Y mandó Cortés
a Pedro de Alvarado que todos los de a caballo se aparejasen para que aquellos
criados de Moctezuma los viesen correr, y que llevasen pretales de cascabeles,
y también Cortés cabalgó… Y a Pedro de Alvarado, que era su yegua alazana de
gran carrera y revuelta, le dio el cargo de todos los de a caballo; todo lo
cual se hizo delante de aquellos embajadores… y los gobernadores y todos los
indios se espantaron de cosas tan nuevas para ellos, y todos lo mandaron pintar
a sus pintores para que su señor Moctezuma lo viese”. Esto nos dice Bernal Díaz
del Castillo, en su Historia verdadera de
la conquista de la Nueva España.
Después, el
caballo adoptó “carta de naturalización” entre nosotros. “Que buenos caballos
trae ese indio”, exclama El Zarco al ver pasar a Nicolás, el herrero de
Atlihuayán, en la novela El Zarco,
que Ignacio Manuel Altamirano escribió en el Siglo XIX, teniendo como
escenario, precisamente, el campo del estado de Morelos. O bien, nos dice el mismo
Altamirano: “El caballo que montaba era un soberbio alazán, de buena alzada,
musculoso, de encuentro robusto, de pezuñas pequeñas, de ancas poderosas como
todos los caballos montañeses, de cuello fino y de cabeza inteligente y
erguida. Era lo que llaman los rancheros un caballo de pelea”.
Isaias Alanís Trujillo, escritor del libro "El Caballo Zapatista", presentado por el Ayuntamiento de Atoyac de Álvarez, Guerrero, México. |
Después de la
conquista, más que en cualquiera de nuestras guerras, fue en la Revolución
cuando hombre y montura parecieron fundirse en uno solo, para escribir así,
juntos, páginas legendarias. No hubo revolucionario auténtico sin caballo. “Tengo
mi par de caballos para la Revolución, uno se llama El Canario y otro se llama
El Gorrión”, nos dice Samuel Lozano en su corrido La Rielera.
Como cité ya, para
los antiguos griegos la figura de El Centauro tenía una connotación negativa,
ruda, contraria a lo civilizado. Probablemente es esta percepción la que la
sociedad porfiriana de la capital del país tenía de Villa y el puñado de
norteños que, a caballo, llegaban raudos a trastocar el régimen imperante.
Villa, El Centauro del Norte.
Centauros fueron
todos ellos: Villistas, zapatistas, carrancistas y obregonistas, norteños y
surianos por igual: Felipe Ángeles, Rodolfo Fierro, Pánfilo Nateras, Pascual Orozco, Benjamín Argumedo, Genovevo
de la O, Amador Acevedo, Benigno Abunde, Cliserio Alanís, Juan Andrew Almazán,
Petronilo Campos, Ignacio Castañeda y Francisco Alarcón Sánchez, entre muchos
otros.
En el arte
popular, el guerrerense “no ha cantado mal las rancheras” y también ha amado al caballo y ha fantaseado
con él, trasladándose, incluso, a otras épocas y a otros lugares del país.
Sobre el particular, podemos rememorar:
“Cuando
ya vi que era hora le compré su buena silla
(Cuando
ya vi que era hora le compré su buena silla)
Mi 30 30, canana y pistola, y mi Tordillo entendía
(entendía) ya se nos vino la bola y
nos vamos con Pancho Villa.
Mi Tordillo era entendido y por nada lo cambiaba
(mi Tordillo era entendido y por nada lo cambiaba)
Cuando
nos vimos perdidos (perdidos) por Obregón en Celaya (en Celaya)
Nomás
lanzó un relinchido y nos fuimos para Chihuahua”.
Y de la misma
forma:
“Caballo
Prieto Azabache, cómo olvidar que te debo la vida
Cuando
iban a fusilarme las fuerzas leales de Pancho Villa”.
Así escribe
nuestro paisano José Albarrán Martínez, Pepe
Albarrán, en “Mi amigo El Tordillo” y “Caballo Prieto Azabache”, dos de las
más célebres composiciones que hacen referencia a esta relación entre el hombre
y el caballo (simbiosis, diría yo) durante la Revolución. Nacido en 1921, en Cutzamala de Pinzón, región de la
Tierra Caliente guerrerense; Albarrán no vivió la Revolución, y menos en el
norte del país; pero su prodigiosa imaginación, su talento de compositor y,
seguramente, un profundo afecto por los caballos y una niñez calentada ligada al
campo, lo llevaron a crear historias tan vívidas, que se han arraigado en el
imaginario colectivo, a tal grado que los límites de lo real y lo ficticio han
tendido a difuminarse con el paso de los años.
Al igual que a
Villa, la sociedad porfiriana temía a otro de “a caballo”, que no venía de tan
lejos, sino apenas del vecino estado de Morelos, a unas cuantas horas de la
capital del país: Emiliano Zapata, a quien un ocurrente periodista de la época
“bautizó” como “El Atila del Sur”. Pero a diferencia del Rey de los Hunos,
Emiliano no comandaba un imperio, sino un ejército de campesinos, a los que
poco importaba el significado de la palabra sufragio,
mientras no fueran devueltas a las antiguas comunidades las tierras que les
habían sido arrebatadas por el latifundio porfirista.
Francisco Rubí,
uno de los entrevistados por Alanís, nos dice que, a diferencia de Villa y sus
cercanos, Zapata no montó caballos finos, sino “puros criollos”. De hecho, el
mismo personaje nos refiere: “la fuerza zapatista no era infantería, sino
caballería”. “La caballería zapatista fue temida y respetada, como prueban las
hazañas de los guerrilleros zapatistas que lazaban a cabeza de silla las
ametralladoras huertistas y carrancistas”.
“El caballo criollo
morelense” es descendiente de los caballos bereberes moros, que influyeron
mucho en los caballos españoles del siglo XVI; a la postre, traídos por Cortés
a la Nueva España. Aquí se adaptó bien, dice, y aunque son bajitos de estatura,
por una mala alimentación durante muchas generaciones, son fuertes y veloces.
Son excelentes caballos.
Durante mucho
tiempo ha sido usado para los trabajos rudos en los trapiches, molinos de
panela y mezcal, así como para triturar caña, arar la tierra y beneficiar la milpa.
Pero también para actividades deportivas y para la charrería.
¿El caballo
zapatista existe en la actualidad?
Ahí los tenemos,
en los campos de Morelos, en Santa Rosa y Chinameca, y en todos los pueblos que
toca la ruta de Zapata.
El libro y el autor
Cierto día, en
mi juventud, caminando en la estación del metro Zócalo, en la Ciudad de México,
llamaron mi atención dos grandes fotografías que adornaban las paredes del
andén: la primera de ellas se titulaba “Zapatistas desayunando en Sanborn´s”, y
la otra “Zapatistas en el centro de la Ciudad de México”, ambas fechadas en diciembre
de 1914. La segunda era especialmente ilustrativa y se marcó en mi mente con
mayor nitidez: un enjuto campesino, curtido por el sol y el trabajo, seguramente
originario del estado de Morelos, al lado de su también escuálido caballo, con
la carabina asida al lomo del animal, como el centro de las miradas de los
curiosos, que parecen pensar en ese momento “Este es un soldado zapatista y su
caballo”.
Es este caballo el
que hizo la Revolución en el Sur del País, al que le escribe el tocayo Isaías
Alanís; el caballo que montaron Emiliano y sus seguidores.
Este
caballo al que le canto
Es el
caballo que galopa en mis versos
Y
flota en las nubes de mi cuarto
Ese,
el caballo que veo
Es el
caballo de los Tártaros
El
caballo del molinero de La Mancha
Y el
caballo zapatista que montó mi padre
Antes
que las balas segaran su vida
A
este, al caballo indescifrable de mi infancia
Y al
caballo zapatista de los campos
Y no
al que veo de frente
Parado
en el centro de mi cuarto
Es al
que yo le canto
Gela
Manzano
Alanís es poema
y prosa; es verso, rima y copla; es literatura, es arte. En él descubro a
Fuentes y a Rulfo; es la letra entrañable de un México milenario, cuya raíz más
profunda se encuentra asida a una realidad cotidiana entre la vida y la muerte;
es la voz del mexicano que no sabe si vive o muere, o deambula entre dos
mundos, cuya única certeza es el profundo amor a la tierra que lo vio nacer y
de la cual no quiere desprenderse o no se desprende nunca, y sigue habitándola
después de muerto ¿Acaso no era por la tierra la lucha de Zapata?
Como dijo el
maestro Enrique González Casanova: pocos países con una raíz agraria tan
profunda como México. Y es preciso destacar que el agro mexicano es impensable
sin la presencia del caballo.
Inspirado en el caballo, Alanís escribe:
Dueño
de la libertad en Los Urales
Te
cazaron con trampas y espadas
Y en
una hilera de años como flores
Que
dan fruto, se secan y cambian de sonido
Aprendiste
el dócil trabajo del arado
Hijo del
cuchillo y del arado
fuiste
el guerrero más valiente de la esfera
que ha
pisado la tundra y las arenas
A ti
te canto, viejo comendador de las ofrendas…
Alanís es
“realismo mágico”, como sólo o porque sólo los latinoamericanos podemos serlo:
es García Márquez y es Allende. Es el narrador de este mundo y del otro. Y de
ambos, de personajes que no saben si están aún en el reino de los mortales o ya
fueron y vinieron. Los muertos, que siguen pesando sobre los vivos.
El caballo zapatista es un modelo para armar al gusto del lector, puede
leerse de principio a fin y de fin a principio; o de en medio hacia atrás y
viceversa. Yo, por ejemplo, leo una entrevista y regreso a los poemas de la
parte inicial, para luego sumergirme en la prosa de los relatos de Alanís.
Cabalgo con
Villa y Genovevo de la O, “en pleno centro de Santa María Ahuacatitlán, el
domingo 2 de febrero, Día de la Candelaria”. Y también veo a Huiziltepec
emerger “nítido dentro de una burbuja de bronce voladora, brillante y firme;
nebulosa y juguetona”. O bien, me convierto en contador de caballos, de los
caballos zapatistas, en el Portón de San Gabriel; “porque si hay algo de cierto
en este mundo, es que desde esta puerta se vislumbra todo el universo que Dios
me dio…” “…Simplemente porque cuando no cuento la caballada que entra o sale de
San Gabriel o el polvo de los caballos o el caballo de los polvos, no estoy
contento… Mis ojos se han acostumbrado a sus nombres y en los ojos de ellos veo
mi nombre, y al nombrarlos por su color se me atora una nuez criolla en la
garganta, cuando cuento y digo: dos güinduris, siete bayos, dos colorados, ocho
prietos, un tordillo, otro orisbayo, cuatro retintos, otro gruyo con la pata
hinchada…”
Y soy testigo
otra vez del albur que se juegan el General Cliserio Alanís y Nacho Maya, para
lazar una de las ametralladoras carrancistas. Y me entristezco con la muerte
del segundo en un lance de armas, apenas “unos días después de haber realizado
la hazaña de lazar una ametralladora enemiga a cabeza de silla en medio de un
avispero de balas federales”.
¡Gracias tocayo!