A Virgilio Apreza Espíritu: personaje silencioso y en veces iracundo e introvertido,
ex colaborador de don Antonio Hernández y su esposa Margarita Vega Xantzin, propietarios de lo
que fue el exitoso expendio de especias, frutas y semillas asentado bajo un
enorme dátil que se erguía portentoso en el interior del viejo mercado de
Tixtla de Guerrero, Guerrero; hombre de
diminuta figura que ahora deambula en las cercanías del Camposanto en cuya
arcada posa la sentencia: “Aquí terminan las ambiciones”;
individuo de aparente insignificancia que en veces está parapetado en una
esquinas visualizando aquí, allá, acullá como si esperara a alguien, se le
atribuye la jerarquía de Jefe nato y a la vez dueño de la
casa, sede de El ESCUADRÓN DE LA MUERTE, asentada en la calle de Los Huajes, hoy,
más conocida como avenida Copil debido a la ocurrencia de algún conciudadano o
mero capricho de un despistado aprendiz o remedo de político deseoso de hacerse notar y alcanzar niveles
de popularidad.
A
este personaje, llámesele así, no porque haya hecho grandes obras, destacado
intelectualmente en una trayectoria profesionista o goce de popularidad por su ingenio y
grandilocuente decir, sino porque aún en su sencillez y pobreza es ejemplo de
honradez y apego a la tierra que lo vio nacer. A él, a Virgilio, sin ser
güero, colorado o pinto, sus amigos del citado escuadrón le enjaretaron, el
mote de El Enchilado porque cuando algo o alguien provoca sus enojos
le da en decir a grito abierto: “¡Estoy enchilado...! ¡Muy, pero muy
enchilado!... ¡hijos de su jijurria!”, propiciando que algunos de sus
acompañantes salgan huyendo temerosos de sus desatinos, y otros, entumecidos
o atolondrados por el alcohol consumido, queden agazapados, silenciosos,
sometidos en apariencia, allí se quedan, y sólo se limitan a decir para sus
adentros: “está enchilado, El Enchilado”; mas éste, como si fuera
destacado actor del “teatro de la vida”, muestra repentinamente otra faceta
de su ser: su coraje se transforma y sorprende; brota de su garganta una
expresión animosa: “¡Muévanse güevones!”.
Y he ahí que las copas se llenen de mezcal y las eleven al tiempo que gritan
al unísonos frases acostumbradas que revelan propósitos de su asociación;
atraen ocurrencias, expresiones chuscas producto de su constante insistir en
eso de “dar, cuartazos al macho”, “levantar el codo” o ”consumir chiquitirrines, como bien lo dijera
don Raymundo López, “El Bañado”, cuando en busca de “aguajes”, arribaba y se
aposentaba en el tendajón de don
Sinfo y su esposa Rosita ubicado en el barrio de El Santuario.
Sabido
es que en el seno de El Escuadrón de la Muerte, sus personajes beben, cantan y
bailotean, pero cuando el caso lo amerita, guardan respeto a los muertos que
son transportados en hombros a lo largo de la Calle de la Igualdad.
En
este tenor, dado que nunca falta un “yo lo vi”, por boca de éste se sabe que,
a la par de que oyen el acompasado caminar de quienes conforman el cortejo
fúnebre, brindan, y dicen en tono ceremonioso: “por el que se nos adelantó,
por el que descansa en paz o se está
cocinándose a fuego lento”, expresan lamentos como si hubiesen sido
familiares o íntimos amigos del fallecido, y de sus gargantas surgen voces
aguardentosas que, a la par de resonancias y acordes de una guitarra,
canturreando el vals “DIOS NUNCA MUERE” del oaxaqueño
Macedonio Alcalá, música y letra emblemática de un pueblo que sufre o muere sin perder
la esperanza:
“Muere el sol en los montes/ con la luz que
agoniza. /Pues la vida en su prisa,/ nos conduce a morir. Pero que importa
saber que voy a tener el mismo final,
porque me queda el consuelo Que Dios nunca morirá. Voy a dejar las cosas que amé La tierra ideal que me vio nacer, sé que después habré de alcanzar, La dicha y la paz, Que en Dios hallaré…”
“Eso dice que dicen…”
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