Un periodista (Marcelo Moreno del diario Clarín) meditó en un texto sobre el tema vanidad. Primero, supuse que su objeto era abandonarse a una reflexión intelectual; pero al comenzar a leerlo comprendí que lo escribió con la única función de dar unos cuantos ejemplos que ruidosamente no lo dejaban dormir. Entre ellos, nombra un texto de Página 12 en el cual elfilósofo Juan Pablo Feinmann discurre sobre las situaciones de China, Brasil, India y Argentina, y que al final de la nota aclara que “la información en esta nota no proviene de Internet”. Después el periodista, afanoso de tanta vanidad explica: “nos sugiere que las fuentes son de una sofisticación tal que no pueden habitar la red de redes, a la cual los comunes mortales solemos acudir...” Hay más evidencia de la envidia del periodista que de la vanidad del filósofo. Este, que conoce la investigación formal de las bibliotecas que son necesarias para dilucidar un ensayo sobre presentes sociales, sabe que la combinada, revoltosa, incompleta y subjetiva información de la red todavía no es del todo beneficiosa y que su completa utilización académica puede llevarnos a involuntarias falsedades. Su aclaración, a mi parecer, no es fruto de la vanidad, sino de una advertencia para que el lector no cayera en una desconfianza muy común. El periodista, que acaso no está acostumbrado a la investigación que le enseñaron en la Universidad, percibe en el fondo de las palabras del filósofo, un secreto enojo hacia los que no cumplen con las mínimas preocupaciones para acercarse a la verdad. Después recordé algo que podía explicar la vulnerabilidad del señor Moreno. El filósofo en cuestión había sido declarado varias veces por el diario en el que pertenece aquel, como un ferviente colaborador del gobierno; es posible que el periodista lo haya relacionado con la vanidad del poder político que incansablemente denuncia, como si se tratara de una congregación de fieles. Ese prejuicio, personal o grupal de la corporación a la que pertenece, lo motivó a escribir un texto de dudosa moralidad. Los lectores estamos sujetos a éstos y otros tantos trastornos intelectuales. Se me objetará que, así como el periodista confunde al filósofo con el gobierno que en ciertas ocasiones complace, ahora puedo estar confundiendo al señor Moreno con la corporación que defiende. Yo me atrevo a ensayar esta respuesta: tanto el filósofo, como el periodista, o como cualquier individuo que escribe o trabaja en la comunicación y en la información, debe poseer una responsabilidad estricta de comunicador. El hombre, sentado en su escritorio, con una hoja o una computadora, debe sentirse libre para ejercer cualquier opinión. Opinar con argumentos válidos, positivamente, hacia un gobierno, porque éste ejecutó algunas medidas meritorias, o porque posee cierta ideología que le agrada no me parece un acto culpable. Ahora bien, pensar y escribir en función de una corporación que carece de buenas medidas, de ideologías, y hasta de escrúpulos me parece que es prostituir el capital intelectual. El fin, lo sé, es no perder un puesto de trabajo. He escuchado por ahí, que el periodismo independiente no existe, ya que deberían ser individuos que comunicaran la información desde sus propias casas, sin depender de ningún empresario o dueño de medios. Esta observación es verosímil, pero también creo que todo espíritu es esencialmente libre para expresarse. El artista, sospecho, es el ejemplo más alto de dicho anhelo. Mientras la información sea parte del consumo, mientras sea utilizada como transacción de intereses, me temo que llamarla independiente será la primera y más grande falsedad entre todas las que podrían llegar después.