Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5) |
Me fui de casa a los diecinueve, con nueve cajas de libros, un trabajo de telefonista de medio tiempo y su respectivo medio salario con el que medio vivía. Conforme van pasando los años me pregunto cómo hice para atreverme, para no tener miedo, para no enfermarme, para no angustiarme por la fragilidad y vulnerabilidad con las que enfrentaba las demandas de la autosuficiencia.
Me levantaba tempranísimo –hoy sería incapaz– trabajaba desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde y luego compraba una torta de queso y aguacate que devoraba en el camino mientras llegaba a la Universidad –gloriosa y H. Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, te amo–, a las diez de la noche terminaba la última clase y corría para llegar lo más temprano posible a mi casa en la no tan gloriosa ni H. Delegación Azcapotzalco y hacer las tareas o lecturas que tuviera pendientes. Así un día tras otro, sin parar.
Durante los primeros meses de independencia me alimenté básicamente de galletas de animalitos y leche, mi medio salario me daba media posibilidad de cubrir mis necesidades, así que opté por la mitad que representaba tener una casa funcional y compré muebles: entiéndase por muebles una mesa de madera, dos sillas, dos vasos de plástico, dos platos de plástico, una escoba y una jerga. Un refrigerador o unas cortinas representaban para mí un lujo inalcanzable.
Pero vivía bonito, y Liverpool no era parte de mi vida. Sin coche, sin sábanas, sin caballo, sin plan de ataque, sin ejército aliado, sin tiempo para lamer mis heridas y con un instinto de supervivencia aferrado a ser; sudé cada día y cada trocito de día las angustias atrapadas en mi alma y así fui descubriendo quién era, qué quería, asimilando la consistencia de mi humanidad. Fui ganando seguridad y perdiendo kilos, olvidando la sentencia “como actriz o escritora te vas a morir de hambre”, fui haciéndome cargo de mí, de mis horas, de mis decisiones, de los poquísimos pesos que ganaba quincenalmente.
Han pasado catorce años desde entonces y nunca, jamás, pasó por mi aturdida cabeza la idea de regresar a casa de mi madre y si lo hubiera hecho, ella misma me habría corrido a punta de frases lapidarias sobre la responsabilidad y sin darme un centavo ni para comprarme un boleto del Metro. Y nunca, jamás, imaginé que esta plaga llamada “ninis” se nos volvería un síntoma doloroso de la sociedad enferma e infantiloide que hemos creado. Ah, tampoco me morí de hambre.
Todos los días como, y muy bien, a veces demasiado para mi escasa corporalidad. Antes de seguir, hagamos algunas aclaraciones más que pertinentes. Lectores que creen que todo es culpa del Estado: abandonen ya, este texto no es para ustedes. Lectoras que creen que ser mujer es sinónimo de víctima y que este universo machista explica todas nuestras tragedias: abandonen ya mismo, este texto tampoco es para ustedes. Los que crean en las decisiones personales, acompáñenme a tratar de desmenuzar esta chingadera.
Es que tengo muchas preguntas que no se responden culpando al sistema. ¿Y los progenitores de los “ninis”? Esos seres humanos con nombre y apellido que no son el Estado: ¿qué?, ¿dónde están?, ¿por qué les llenan el refrigerador y les preparan la cama a sus chiquitos de 25 años? Acabamos de coronarnos como el país de la OCDE con el porcentaje de población más alto de “ninis”: jóvenes de entre 15 y 29 años que no hacen nada. ¿Y tú qué haces?: “ni estudio ni trabajo, soy un “nini” porque el tejido social al que pertenezco me ha empujado a no hacer ni madres con mi vida”. ¿Neta?, ¿sólo somos nuestra circunstancia?, ¿y el carácter qué? A mí que no me jodan, en un país tan vivo y efervescente como éste, ¿no hay dónde trabajar?, ¿de veras?, ¿no hay nada que hacer? Y cuidado, que no estoy librando de su responsabilidad al Estado, por supuesto que nuestros sistemas educativo, fiscal y las políticas públicas que promueven nuestros funcionarios públicos son muy responsables de este fenómeno. Pero la elección es personal.
Y si perdemos de vista eso, entonces estamos asumiendo que los jóvenes son subnormales o zombies incapaces de tomar con sus hermosas y eufóricas entendederas el destino en sus manos. Y entonces sí estamos en el hoyo y cavando porque en tal caso, no hay esperanza. No, no, no y no. A destetar ya señoras y señores.
Es un espectáculo de tristeza absoluta contemplar a esos seres humanos brillantes y llenos de energía que se mueren de pasividad porque no hay quien los empuje a vivir la vida. Y no estoy tratando de ser ejemplo de nadie ni de nada, qué hueva. Pero créanme que sé de lo que hablo cuando confirmo que la vida empieza cuando salimos de nuestra zona de confort, cuando las carencias llevan a un límite tan estrecho donde no queda de otra más que hacerse cargo de uno mismo. A los progenitores de los ninis les digo (en especial a las madres): no se traguen a sus hijos, empújenlos a la salida, es el mejor regalo que pueden hacerles. Y a los ninis les digo: ya no mamen, literalmente, ya no son críos. Se están haciendo pendejos y ustedes lo saben. Y se están perdiendo de la vida por huevones. Ya pueden escupirme y mentarme la madre. He terminado. @AlmitaDelia
Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/15-09-2012/9513. Si está pensando en usarlo, debe considerar que está protegido por la Ley. Si lo cita, diga la fuente y haga un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. SINEMBARGO.MX